A vueltas con la Ley electoral
Las elecciones del 9-M han provocado una fuerte bipolarización, de forma que PSOE y PP copan conjuntamente 323 de los 350 escaños del Congreso de los Diputados. Por tal motivo, además de ambos grupos parlamentarios principales, sólo habrá otros dos y un Grupo Mixto de once diputados que englobará los tres parlamentarios de ERC, los dos de IU, los dos de CC, los dos del BNG, el de Nafarroa Bai y el de UPyD. Y, como ya es habitual, las minorías han protestado airadamente por el maltrato que reciben de la ley electoral vigente.
Actualizado: GuardarEn efecto, efectuando simples divisiones, se llega a la conclusión de que en tanto un diputado del PSOE cuesta 65.500 votos y uno del PP 66.000, CiU ha necesitado 77.400 votos para cada uno de sus parlamentarios en la Cámara Baja, Esquerra Republicana 99.800, y -son los casos extremos- Izquierda Unida 481.500 y UPyD casi 304.000. Lógicamente, las quejas más airadas por semejante inequidad, que algunos han tildado de "injusticia", han provenido esta vez de Gaspar Llamazares y de Rosa Díez.
Cuando se elaboró el primer decreto-ley de régimen electoral general en 1977, con el que celebramos las asimismo primeras elecciones generales de la democracia de aquel año y que se plasmó después sin apenas modificaciones en la normativa electoral general que hoy está vigente, teníamos que optar entre los modelos mayoritarios y los proporcionales. Según la conocida ley de Maurice Duverger, un politólogo en boga por aquellos tiempos, los sistemas mayoritarios, a una o dos vueltas, generan regímenes bipartidistas y los proporcionales modelos multipartidistas. Así las cosas, los mismos expertos que abordaron poco después la Constitución formalizaron un consenso en torno al sistema proporcional corregido mediante la ley d'Hondt, que tenía la virtud de facilitar la representación de minorías que resultaban necesarias en aquella fase fundacional -desde el partido comunista a los nacionalismos periféricos-, evitando al tiempo una excesiva dispersión que hubiera impedido el buen funcionamiento de la democracia.
Y hay que decir sin reservas que aquel modelo ha funcionado perfectamente y que posee toda la legitimidad. No habría, pues, en principio, necesidad de modificarlo. Entre otras razones, porque las quejas que se producen revelan generalmente el deseo de ocultar un fracaso. Izquierda Unida, por ejemplo, ha tenido en ciertas épocas una nutrida representación; no es, pues, el sistema electoral lo que ha fallado esta vez.
Dicho esto, es evidente que cabe la posibilidad de efectuar alguna modificación del estilo de la que parece abrirse camino entre cada vez más partidarios: junto a las listas provinciales al Congreso y al Senado, que se mantendrían inalterables, se establecería una lista nacional de 50 escaños que se votaría aparte. Es, aproximadamente, el modelo alemán de elecciones al Bundestag. Asimismo, un equipo de investigación en Métodos Electorales de la Universidad de Granada acaba de proponer un método muy original -aunque complejo- de recuento triple de votos a partir de la ley d'Hondt que añadiría 30 escaños a los 350 actuales y beneficiaría a los pequeños partidos estatales sin perjudicar a los nacionalistas...
Con todo, antes de abordar alguna reforma de una norma que forma parte del contrato social, del consenso básico de la democracia, conviene tener en cuenta que no sería razonable acometer un cambio que no contara con un amplísimo consenso (y no sólo de los dos grandes partidos). Además, habría que plantearse si compensa realmente reformar lo que ha dado pruebas de funcionar muy correctamente y abrir incógnitas que quizá no tenga sentido dejar al descubierto.
Así las cosas, ante las «injusticias» de que se lamenta Izquierda Unida, y que tienen un fundamento numérico evidente, lo mejor que puede hacer este partido es rectificar errores, que han sido muchos y abultados, en lugar de escudarse en una campaña seguramente inútil en pro de la reforma de la ley electoral.