Cinco años sangrantes
El quinto aniversario de la intervención bélica contra el régimen de Sadam Husein y la consiguiente ocupación de Irak ha reabierto, aunque en un tono menor, el debate a que entonces dio lugar la decisión de la Administración Bush de emprender la guerra. El aspecto más destacado de la conmemoración ha sido la absoluta falta de autocrítica con la que dos de los protagonistas del encuentro de las Azores, George Bush y José María Aznar, han recordado aquel momento. No puede establecerse analogía alguna entre la responsabilidad de uno y otro sobre el desarrollo de los acontecimientos. Sin embargo sí cabe subrayar la semejanza de los balances realizados por ambos. El derrocamiento de Sadam por la fuerza y al margen de la legalidad internacional, la justificación de dicha intervención por el inminente riesgo que representaba un poder que se derrumbó en pocos días, y la doble mentira de la posesión de armas de destrucción masiva y de sus vínculos con el terrorismo de Al-Qaida merecían ya alguna rectificación por parte de quienes decidieron o secundaron aquella intervención. Pero a ello se le unen las nefastas consecuencias que trajo la liquidación del régimen baasista, la descarnada violencia inter-religiosa a la que condujo, la implantación del terrorismo islamista y, sobre todo, las miles de víctimas mortales, los desplazados y las condiciones extremas de vida que soportan los habitantes de casi todo el territorio iraquí.
Actualizado:Las declaraciones del ex presidente español, concluyendo que «la situación en Irak no es idílica, pero sí muy buena», nada tienen que ver con lo que cada ciudadano contempla a diario a través de los medios de comunicación. El balance realizado por Bush, valorando positivamente el incremento de los efectivos norteamericanos sobre el terreno y la reducción del terrorismo, sólo podría admitirse para evaluar el último año de su permanencia en Irak, pero no para sopesar ni el punto de partida ni los otros cuatro años infernales. Ningún dirigente político puede mostrarse satisfecho de una aventura tan costosa en vidas y tan incierta en cuanto a su desenlace. La implantación de una democracia parlamentaria en Irak, limitada en sus efectos debido a las fracturas internas, ha de ser tenida en cuenta. Pero siempre que con ello no se pretenda ocultar la evidencia de que la sociedad iraquí no es una sociedad abierta, sino una sociedad sangrante.