La primera epopeya de ciencia ficción verosímil
Como relata John Baxter en su monumental biografía de Stanley Kubrick, cuando el director conoció a Arthur C. Clarke en 1964 se pasaron ocho horas en una cafetería neoyorquina hablando de ciencia ficción. Eran tal para cual: solitarios, cabezotas y engreídos -el apodo de Clarke era Ego-. Compartían un ramalazo de homoerotismo favorable al tipo de película en que se iba a convertir 2001: una odisea del espacio (1968): gélida, estilizada y asexuada.
Actualizado:Kubrick y Clarke leyeron libros sobre viajes espaciales y repasaron decenas de películas con extraterrestres de todos los países y épocas para escribir el guión, que tomaba como vago punto de partida el relato de Clarke El centinela. El libreto adoptaría la forma de una novela, aunque el escritor nunca le perdonó a Kubrick que retrasara su publicación hasta después del estreno. Visitaron la Feria Mundial de Nueva York y se quedaron impresionados con un documental de la NASA titulado A la Luna y más allá. Kubrick contrató a uno de los técnicos del filme, Douglas Trumbull, para los efectos especiales de la fantasía futurista con mayor repercusión desde Metrópolis (el director eligió el título 2001 porque el filme de Fritz Lang transcurre en 2000). Quiso que Lloyd's de Londres le suscribiera una póliza de seguros en previsión de que se descubriese vida extraterrestre antes del estreno, pero la compañía se negó.
Una película religiosa
La originalidad de 2001 hizo de ella un gran éxito comercial. Hasta entonces, los filmes de fantaciencia habían ignorado el espíritu de verismo. Su propósito era documentar el primer contacto del hombre con una civilización superior a través de la crónica de una expedición espacial a las lunas de Júpiter, tras la pista de un misterioso monolito, vigilante en la Tierra desde los orígenes de la Humanidad.
Kubrick consiguió una hipnótica experiencia visual, creando técnicas de efectos especiales inéditas. Tardó cuatro años en producirla por el coste hoy irrisorio de 10 millones de dólares. «De lo que se trataba era de crear un mito realista: ahora habrá que esperar al año 2001 para ver si lo hemos conseguido», reflexionaba Clarke en 1972. El escritor sufrió tanto durante el rodaje al ver que Kubrick no tenía en cuenta sus sugerencias que juró no trabajar más en el cine. El director Andrew Birkin, por entonces ayudante de producción, le recuerda deambulando por el plató sin nada que hacer y especulando sobre el futuro de la tecnología. Profetizaba chips implantados en el cerebro para conectarse con aparatos audiovisuales. Nadie sabía qué demonios era un chip.
2001 halló al público que necesitaba en su estreno: la generación de la contestación y la contracultura. Era una película oportuna en los 60 porque ayudaba a mantener una reflexión crucial de la época, la perplejidad del ser humano ante la dominación de la técnica sobre el espíritu. En el fondo, trasciende del género de la ciencia ficción y se interroga sobre la presencia del hombre en el universo. «La Metro Goldwyn Mayer aún no lo sabe, pero acaba de costear la primera película religiosa de 6 millones de dólares», ironizaba Kubrick antes de que el presupuesto se disparase.