Semana Santa, choque de civilizaciones
Si no existieran, alguien tendría que inventar los desfiles procesionales de la Semana Santa, porque siguen constituyendo uno de los escasos acontecimientos que despiertan pasiones encontradas en tiempos grises como los que corren. Sus partidarios y sus detractores son equidistantemente acérrimos. No suele existir la sensatez light del punto medio entre las posiciones de unos y de otros.
Actualizado:El choque de civilizaciones que pretendían Samuel Huntington a la medida de un tiempo heredado de la guerra fría, en el que el viejo Islam y los nuevos cruzados sustituyen ahora a la OTAN y al Pacto de Varsovia de la guerra fría, es un juego de niños si se compara con el pulso dialéctico entre los capillitas y los iconoclastas, a cuyo debate se unen otras dos fuerzas en liza: la de quienes están hasta las narices de que tanto esfuerzo se derroche en torno a una celebración tradicional y la de quienes, a senso contrario, se admiran de que la estética siga avivando el fuego de la polémica en un mundo marcadamente materialista.
Dicho todo esto, para quienes no participamos de la devoción religiosa ni de la afición a vestirse de pan mascao para seguir al Greñúo, con todos los respetos al Greñúo, al pan, a los aficionados y a los devotos, la cotidianeidad de estas fechas se convierte en una especie de jincana urbana, esquivando bullas y estudiando detenidamente los mapas, si uno vive en los aledaños de la Carrera Oficial, por ver cual es el camino más corto entre tu casa y el supermercado, si la línea recta no sirve en estos momentos históricos.
¿Y qué decir cuando la banda de cornetas y tambores de turno, como cuarenta días antes ocurriese con el jaleo del carnaval, se superpone sobre la Heroica de Beethoven, los estupendos grammys de Amy cómo se llame o la canción del contrabandista de Javier Ruibal? ¿Alguien nos admitiría, en dicho caso, una denuncia por contaminación acústica?
Hay lugares, como Sevilla, donde el impacto de las procesiones sobre la vida diaria es de tales proporciones que ha dado lugar a nuevos e ingeniosos servicios públicos como el aparcamiento de carritos de niños que, esta Semana Santa, funciona en la Plaza Nueva. Pero se lió la grande cuando el Defensor del Pueblo de Andalucía, José Chamizo, admitió a trámite hace años la queja de algunos minusválidos a los que los pasos impedían u obstaculizaban el acceso a sus propias viviendas. ¿A qué venían unos cuantos cojos a conculcar el ancestral recorrido de las imágenes?, se molestaron algunos.
En Cádiz, todavía el diálogo entre los individuos puede superar el choque de civilizaciones. Cuando, el Domingo de Ramos, un penitente impidió que vadeara la fila de nazarenos para cruzar de una orilla a otra de la calle San Francisco para buscar una tiendecilla de desavíos, yo puse cara de pedirle explicaciones o la placa de policía para justificar tamaña prohibición. Claro que en eso se cruzó un majara que no atendió a su cortapisa e irrumpió en medio de la comitiva sin atender a razones, órdenes ni ceremoniales. Por debajo del capirote intuí la impotencia en sus ojos, pero también una media sonrisa cuando tiró la toalla: «¿Pues que pase quien quiera, joé!», musitó mientras se batía en retirada. El cortejo siguió su solemne camino y yo pude comprar un par de cocacolas, un cuarto de chopped-pork y unos tapones para los oídos.