Opinion

Día del padre

Sin ser partidaria de celebraciones estereotipadas -inventadas o propiciadas por grandes almacenes, marcas de perfume y floristerías-, en este día del padre que el calendario religioso ha hecho coincidir insólitamente con el Miércoles Santo, me tienta hacer un homenaje mínimo y modesto a nuestros progenitores.

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Los padres como el mío, eran, en general, hombres hechos al trabajo y a la faena. Poco tiempo les quedaba para actividades que hoy se consideran propias de la paternidad: jugar con los hijos, conversar con ellos o participar en su educación. Los padres de hace unas décadas no se planteaban esos temas, sencillamente porque ni estaban habituados, ni tenían espacio en sus vidas para desarrollarlos. Salían a la oficina, al taller o a la bodega antes de que nos despertáramos, y volvían a casa tarde, para encontrarnos bañados, cenados y en pijama, con el sueño medio prendido de los ojos. La relación paterno-filial se reducía al beso de buenas noches o al pellizco en la mejilla. Eran las madres quienes habían de llenar los intersticios familiares y multiplicarse en el hogar, en el colegio, en los ratos de ocio, en las enfermedades

Afortunadamente, ya la calle y el trabajo pertenecen a hombres y mujeres -padres y madres- casi por igual, y el hogar -incluidos los hijos- comienza a ser derecho y deber de ambos progenitores. Sé que mi padre se perdió nuestros momentos de gloria: las primeras palabras, las partidas de parchís, las rodillas arañadas tras el juego, las notas, las rigurosas peleas fraternales, las tardes de Orzowei y Heidi. Hoy le doy las gracias por lo que me dio (por el sustento, por el abrigo, por la protección), pero también por todo aquello a lo que tuvo que renunciar para poder dármelo, por las horas que no pudimos compartir. Ojalá que sus nietos, esos nuevos niños que ahora le rodean, puedan resarcirle de cuanto como padre no alcanzó a disfrutar.