ESCENA COTIDIANA. Soldados estadounidenses interrogan a un grupo de iraquíes tras penetrar por la fuerza en su casa de Ramadi. / AP
MUNDO

Uranio en la mesa

Los restos radiactivos de las bombas que lanzó Estados Unidos en las dos guerras contra Sadam han contaminado la tierra y el agua

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El queso, de Irán. Los pepinos, de Siria. El pollo, de Omán. Sobre la mesa de Sami Rasouli no hay productos locales. El miedo a la extraña epidemia de cáncer y malformaciones genéticas ha abierto sitio en los mercados de Irak a productos importados.

La oleada de cáncer rampante ha bajado drásticamente la edad de las víctimas: niños de 8 años con cáncer de colon, niñas de 16 con cáncer de pecho, bebés de año y medio con liposarcomas (tumores malignos). Todos estos casos han sido documentados por los Equipos de Musulmanes por la Paz que fundase Rasouli. Un eminente físico nuclear iraquí, Najim Askouri, y el director del Departamento de Patología del Hospital de Nayaf, Assad al-Janabi, dirigieron el estudio en el área cercana a los bombardeos estadounidenses de la primera guerra del Golfo que detectó 28,21 casos por cada 100.000 personas, en comparación con los entre 8 y 12 habidos en otras partes del país. Hay calles de la muerte, como la de Al-Anzar, en Nayaf, donde se han registrado 13 casos en cincuenta metros o el kilómetro rural de Al-Fathi, con 37 a ambos lados del río.

Detrás creen ver el fantasma radioactivo de las bombas y la metralla de uranio empobrecido que Estados Unidos empezó a utilizar en 1991 y volvió a disparar hace cinco años. Cautelosamente, el informe utiliza las cifras admitidas por el Pentágono, 350 toneladas en la primera guerra del Golfo y 150 en la segunda, pero otras fuentes multiplican estas cantidades hasta por diez.

Crímenes de guerra

En comparación, Carla del Ponte, la fiscal jefe del Tribunal Internacional para los Crímenes de la Antigua Yugoslavia, advirtió en 2001 a la OTAN de que podría ser acusada de crímenes contra la humanidad por las nueve toneladas que usó en Kosovo y las tres de Bosnia. Los cargos nunca llegaron a materializarse porque no existe un tratado específico que vete el uso de estas armas modernas.

El uranio empobrecido es considerado el origen del llamado 'síndrome de la guerra del Golfo' que sufrieron por primera vez los soldados americanos y británicos. A esos veteranos se les ha encontrado catorce veces más anormalidades genéticas en sus cromosomas que al resto de la población. A los dos años su prole padecía ya un 20% más de malformaciones que el resto de los niños estadounidenses. Un estudio posterior en Reino Unido elevó esa cifra al 50%, hasta el punto de que el Gobierno británico admitió la relación y empezó a pagar las pensiones correspondientes hace tres años.

Los soldados se fueron, pero el uranio de sus bombas se quedó en el polvo que respiran los iraquíes y se filtró a los acuíferos que riegan sus tierras hasta formar colarse en la cadena alimenticia. El mismo agua radiactiva que utilizan para ducharse o para alimentar a sus animales.

Por eso al pequeño Omar lo bañan calentando agua de botellas importadas -la imparable corrupción no permite fiarse de las nacionales-. El proceso es tan caro y laborioso que el bebé de seis meses sólo disfruta de un baño al mes.

En su hogar, una casa de dos habitaciones descascarilladas con las ventanas rotas, nadie bebe agua del grifo. Rasouli prefiere que sus hijos duerman en una colchoneta en el suelo con paredes desnudas para gastarse sus modestos ingresos en un vaso de agua limpia, el bien más escaso en Irak.

Aun quienes no conocen los efectos científicos del uranio empobrecido saben que el agua de las cloacas se ha mezclado con la de abastecimiento y está plagada de bacterias. Sin electricidad, las depuradoras no funcionan, las bombas no limpian los tanques asépticos y las aguas negras riegan los vegetales. El cólera, la malaria y la fiebres tifoideas son algunas de las enfermedades que se sientan con ellos a la mesa.

Artículo de lujo

Esta periodista ha de confesar avergonzada que antes de comprender la magnitud del problema puso en apuros a varias familias iraquíes pidiendo un vaso de agua cuando se le ofrecía un refresco. Pronto observó que la petición provocaba un agitado diálogo en voz baja que terminaba invariablemente enviando a algún familiar a comprar el preciado líquido, más caro que cualquier otra bebida embotellada.

Viven al día, las alacenas guardan lo justo, y no es un problema de espacio. Hasta el embargo impuesto tras la primera guerra del Golfo, el Programa de Desarrollo de la ONU alababa «los altos niveles de vida» del país, con una floreciente clase media «relativamente acaudalada, a la que pertenece la mayor parte de la población», decía uno de los informes en los que se le colocaba a irak en el puesto 67 de los países más desarrollados «por sus altos niveles de educación, acceso al agua potable y saneamiento, así como baja mortalidad infantil». Hoy ni siquiera está en lista.

El declive de este pueblo orgulloso que durante años prefirió vender las vigas de sus casas antes que mendigar empezó con el embargo y no ha levantado cabeza desde entonces. Tantos años de miseria han cambiado el carácter del pueblo. Rasouli, que se perdió ese período exiliado en Estados Unidos, no daba crédito ante la corrupción y la mezquindad que encontró a la vuelta entre su gente, machacada por década y media de miseria.

La única tabla que Irak encabeza ahora es la de peticiones de asilo en el mundo, según la Alta Comisión para Refugiados de la ONU. Casi todos quieren irse del país, en parte convencidos de que aunque el caos y la corrupción se diluyan, la enfermedad de la tierra les acabará consumiendo.

Hasta el bosque de árboles que protegía Nayaf de las tormentas de arena del desierto es ahora una enorme extensión de troncos talados. Es la cicatriz más duradera de los saqueos que siguieron a la invasión de hace cinco años. Cuando desapareció la autoridad, la gente se los llevó a casa para hacer leña y calentar los hogares desnudos, como parte de locura colectiva tan irracional que no entendía del mañana.

Hoy el polvo que respiran y llega a elevarse hasta 2.000 metros de altura, formando una cortina cegadora, arrastra las partículas radiactivas de ese metal pesado que penetró búnkeres y tanques sin que los artilleros invasores tampoco pensasen en el mañana. Según Askouri, sus efectos tardarán 4.500 millones de años en desaparecer completamente.