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En La Trinchera | Maneras de morir

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Es mentira que todas las guerras, que todos los muertos, que todos los mártires sean iguales. Dentro del catálogo de estupideces que conlleva ejercer de hombre moderno, la de aplicar el mismo rasero, por cojones, a los que ya no están –simplemente porque se han ido– ocupa posiciones de podium. Igual que todos los vivos no merecen mi respeto, tampoco todos los difuntos son acreedores del mismo grado de compasión o ternura.

En San Telmo hay tres personas que han muerto de pobreza. No eran negritos famélicos y desharrapados, de los que se consumen lentamente en cualquier esquina, faltos de arroz y de cariño, porque la misería tiene muchas formas de joderte la vida, y la mala combustión de un termo estropeado es sólo una, especialmente ridícula y cruel. Aunque el argumento pueda resultar simplista –y hasta cierto punto ingenuo–, lo que mató a la familia jerezana fue no poder destinar 300 euros de mierda a arreglar el calentador. En marzo de 2008. En España. Donde algunos ejecutivos tragan saliva y hablan de crisis porque en el próximo ejercicio habrá menos manteca que repartirse entre bastidores.

Hace ya veinte años que en este país no existen los pobres de solemnidad, aquellos desgraciados que retrataba Mingote con gorrilla de pana y carita de pedigüeños. Están los gitanos, claro. Y los inmigrantes, los yonquis, los borrachos y las putas, que de vez en cuando te tienden la mano en la alameda del Banco para que los acribilles de reojo, y les niegues hasta la voluntad. Pero esos –un poco, no mucho, usted y yo lo sabemos– son pobres porque quieren.

Las familias normales sufren una modalidad de miseria moderada. Ahí están las fundaciones, oengés y sercicios sociales para evitar que acaben tirados en la acera con un cartón de vino, maleando el paisaje con su tristeza.

El sistema funciona, gracias a Dios y a Stuart Mill. Ahora los pobres se mueren tranquilamente, en sus casas. De enfermedades frescas y actuales, por accidentes grotescos, por desatención o por pena. Algunos también se cuelgan de una viga, hartos de hacer malabarismos con 700 euros. Pero, al menos, se van así: calladitos. Sin levantar la voz. Sin hacer mucho ruido. Como tiene que ser.