Calle Porvera | La impaciencia
Aveces me desespero. No tengo un motivo concreto pero me desesperan muchas cosas, a lo mejor demasiadas. Cuando este agobio se apodera de mí, tengo que respirar hondo, cerrar los ojos y pensar en positivo para calmar el cosquilleo que me recorre todo el cuerpo, sobre todo, las piernas y los brazos. También me calma salir corriendo o gritar. A veces me ocurre por cuestiones laborales -a quién no le ha pasado alguna vez-, caseras, familiares y también entre amigos.
Actualizado:No es que me cueste entender que haya personas que se tomen las cosas de otra manera, pero me da la sensación de que pierden el tiempo tontamente. Siempre he sido la nerviosa de la familia, la niña a la que no había quien cansara, que se pasaba las noches en vela queriendo jugar, que le leyeran cuentos o tarareando canciones infantiles. Ya de día, claro está, me dormía de pie, con la cabeza apoyada en el asiento de una silla que me venía a la altura adecuada o mientras veía la tele haciendo el pino en el sofá.
Cuando uno tiene poco tiempo libre, lo valora de otra forma y en mi conciencia predomina la idea de que si no hago todo lo que había pensado -aunque sea dormir- he perdido esos minutos para siempre. Seguro que estos berrinches que me pillo no me vienen nada bien y, como diría una revista de los fines de semana, afectan a la salud de mi piel y me generan más estrés.
Lo curioso es que tengo paciencia para las cosas más importantes pero no tengo un solo gramo para las nimiedades cotidianas: se me enerva la sangre. Poca gente se da cuenta de lo que me pasa -o eso creo- porque procuro disimularlo. He intentado reprimir esta impaciencia pero no suelo conseguirlo. Es la herencia que me ha dejado esa niña inquieta que se dormía de pie.
vmontero@lavozdigital.es