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Mar de Leva | Demasiado dolor

Una muerte por otra muerte. Decía el maestro Umbral que hay días que hacen biografía y días que pasan en blanco, y este mundo veloz en el que nos movemos a empujones nos trae a veces, sin que nos demos cuenta, más noticias, y más noticias malas, de las que podemos asimilar desde las televisiones o los periódicos: la propia muerte de Umbral, oscurecida por la del futbolista Puerta, fue un claro ejemplo.

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Los terroristas volvieron a asesinar a un obrero y su noticia dolorosa eclipsó en gran parte la otra noticia dolorosa del mismo día de hace unos cuantos días: el hallazgo del cadáver de la pequeña Mari Luz Cortés. Un crimen en el norte. En el sur, un misterio. Dolor en cualquier caso. Demasiado dolor para sus seres queridos, estupefacción para la mayoría de las buenas personas que todavía quedan en el mundo.

Es imposible comprender las motivaciones de un crimen y otro, si es que el segundo caso ha sido tal, y no un accidente, cosa que ahora mismo parece improbable. Pero es curioso cómo nos arremolinamos todos en torno a una noticia, en este caso la desaparición de la pequeña, y justo cuando se produce el terrible desenlace la noticia se solapa con la otra, igualmente triste, igualmente impactante. En el fondo, uno siempre se pregunta por qué pensamos que un crimen político se diferencia de un crimen de cualquier otro tipo, y en el caso del desdichado Isaías Carrasco, no tiene muy claro si parar la campaña electoral en sus últimas horas fue o no contraproducente. Porque, insisto, en el mundo de hoy un crimen no puede ya tener como excusa la política. Un crimen es un crimen, sin apellidos, y no tendría que ser valorado, ni perseguido, más que como lo que es: una aberración, un absurdo.

Es posible que los hubiera, pero no he visto políticos de renombre en el entierro de la pequeña onubense. Sólo el dolor y la entereza de un padre, capaz en su momento terrible de expresar su tristeza, pero no su odio, y pedir justicia, y no venganza. Tan admirable, a su modo, como las hijas del socialista vasco, la voz del dolor que nadie puede malinterpretar, y mira que somos miserables, a cuenta de un ideario.

Todavía están las fotos de la pequeña por todas partes, un recordatorio de que este mundo va a la deriva si no somos capaces de proteger a nuestros hijos, si hemos llegado al punto de explotarlos de todas las maneras posibles (como carne de farándula, como carne de bajos instintos, como moneda de cambio en problemas familiares, como arma arrojadiza entre los idearios políticos).

Temo el efecto llamada en este tipo de crímenes. Todavía queda otro niño desaparecido en Tenerife. Todavía siguen buscando a la pequeña Madeleine, ahora en las aguas de una presa portuguesa. Todavía queda una adolescente irlandesa despistada entre frondas y zonas residenciales. Y los que no recuerdo. Y los que me olvido. En España, y en muchas otras partes.

Ya hemos olvidado que antes los niños jugábamos en la calle, sin miedo a los coches, sin miedo a esa rara especie de sacamantecas que, impulsado por el anonimato y la alienación de nuestra sociedad acelerada, cada vez parece más corriente (Hollywood dixit) y menos propio de un cuento de miedo. Mis hijos no comprenden cómo Mari Luz pudo salir sola de su casa a comprar chuches en el kiosco de su barrio. No comprenden que todavía hay lugares donde la libertad y la infancia van cogidas de la mano, y el juego es cuestión de naturaleza y luz, y no de consolas y aislamiento.

Los padres creemos falsamente que hemos sacrificado esa libertad de la plazoleta y el descampado por la seguridad de la casa. Estamos, posiblemente, equivocados. Siempre acecha en cualquier parte el hombre del saco.