AVANCE. Mujeres iraquíes cargan sus armas en la ceremonia de su graduación como policías, en Kerbala.
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Con ojos de musulmana

Imposible mantener en su sitio la toga negra que cubre de pies a cabeza. Las hermanas de Sami creen que con una 'hiyab' bastará, pero pronto comienzan los problemas

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Cinco años después, toca cambiar el casco por el velo y el traje bioquímico por la túnica. Algunas cosas vuelven a repetirse: dormir en el suelo sobre una colchoneta, pasar frío por las noches, esconder el cabello de miradas lujuriosas y agacharse sobre un agujero. Parece que ciertas cosas van con el territorio, pero la vida cotidiana bajo la indumentaria de musulmana tiene su truco.

¿Será verdad que el velo y la túnica liberan a la mujer de la tirana coquetería? Para empezar, hacer la maleta resulta inusitadamente fácil. Da igual lo que vaya debajo de la túnica, nadie lo va a ver. Vestirse cada mañana no requiere ni medio pensamiento, debe ser eso lo que atrae a las madres del uniforme de la escuela.

El primer fallo es el corte de pelo con flequillo, algo que ninguna musulmana de bien lleva. Se escurre continuamente de la 'hiyab', un velo ajustado a la cara por una goma. Y el cabello largo también traiciona: la trenza sale por la espalda, por lo que las mujeres de la casa se encargan puntillosamente de esconderla por dentro de la ropa.

El segundo error son los zapatos de cordones. No es casualidad que los árabes inventaran las babuchas. Las mínimas normas de educación requieren descalzarse ante cada alfombra y volver a calzarse para salir de la habitación. El procedimiento les lleva una fracción de segundo, pero atarse y desatarse los cordones en volandas es lento y engorroso. Pronto resulta objeto de burla.

El último tiene peor arreglo. Mantener en su sitio la 'abaya', una toga negra de pies a cabeza, requiere poco menos que una vida de práctica. No en vano se hace obligatorio a los siete años. Durante el estreno entre Bagdad y Nayaf mis esfuerzos resultan tan ridículos que los hombres me ordenan quedarme en el coche para no llamar la atención.

Más tarde, con ayuda de las mujeres, la práctica mejora, pero sigue siendo imposible mantenerlo en su sitio una vez sentada. Ellas lo consiguen erguidas como una tabla, como si tuvieran sin esfuerzo un libro invisible sobre la cabeza.

Después de verme luchar con él durante dos días, las hermanas de Sami, el anfitrión, deciden liberarme de ella. Con una 'hiyab' negra bastará, aseguran. Pero en cuanto llegamos al centro de Nayaf empiezan los problemas. A mis espaldas la gente comenta que debo ser de Bagdad. La Policía tiene sospechas más turbias: «¿Iraní?», preguntan con el ceño fruncido.

Explosión y registros

Aparentemente el vecino shií es más liberal que el Irak de hoy, al menos en la ciudad santa de Nayaf. Y puesto que detrás de cada atentado hay un yihadista extranjero, se enciende la luz roja. ¿Boom! La explosión suena relativamente cerca, el Policía comprende que tiene cosas más urgentes que atender, y suelta a la presa sin mediar palabra. Los flamantes coches patrulla, desconcertantes en esa polvorienta ciudad de medio millón de habitantes donde no hay ni un semáforo, aúllan al pasar sin que la gente vuelva siquiera la cabeza.

En cada esquina del centro, un nuevo registro. Los hombres por un lado, las féminas por el otro. El cacheo a las mujeres lo hacen otras tras una cortina. Cuesta colgarse un bolso al hombro por encima de la 'abaya', por eso ellas lo llevan de mano. Es asfixiante moverse con toda esa ropa que no logra contener la feminidad: las cejas perfectamente depiladas resaltan en el rostro, los zapatos de tacón asoman bajo la túnica. Ellas mismas, al colocarse la 'hiyab' unas a otras, dejan escapar un gritito de entusiasmo: «¿Mira qué guapaaa!»

El tono recuerda al que se usa para engañar a un bebé. Quizás por eso las niñas no quieren esperar a los 7 años. Quieren ser como sus madres. Imitan la turbación de los hombres, que se tapan el rostro ante la imagen del cabello al descubierto como si hubieran visto a una mujer desnuda. Y con las milicias de Al-Madi bajo los uniformes de policía, a nadie se le ocurre sumarse a la moda de la capital. La tradición ha pasado a ser cuestión de vida o muerte.