Los ocupantes de un autobús aguardan junto a el vehículo para ser inspeccionados por fuerzas estadounidenses en un control situado al sur de la capital del país árabe. / AP
MUNDO

Un país en la penumbra

Regresar a Irak después de cinco años de guerra es toparse con el miedo, los estrictos y despectivos controles de EE UU y el pesimismo sobre su futuro

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Los periodistas estadounidenses en Irak, escoltados por mercenarios armados hasta los dientes, aplican siempre «la regla de los diez minutos»: no más de diez minutos en un mismo sitio. Nuestra regla de oro fue no más de diez días camuflada entre iraquíes. El precio de la seguridad personal en Bagdad se cifra en cientos de miles de dólares al mes, lo que explica que sólo los gigantes mediáticos hayan podido quedarse en el país más peligroso que hayan visto nunca los periodistas: 127 han sido asesinados desde la invasión de marzo de 2003, además de 50 empleados de apoyo. Son prisioneros en hoteles de medio pelo parapetados tras barricadas de cemento o en casas de seguridad custodiadas por comandos armados desde varias manzanas alrededor.

Un periódico español no puede permitirse escolta, vehículos blindados o fixers locales que lleven a los entrevistados a la habitación. En cambio la suerte trajo a esta periodista tres armas vitales para la misión iraquí: ojos negros y piel morena para pasar desapercibida, las nociones justas de árabe para resultar una mujer de pocas palabras, y la increíble generosidad de Sami Rasouli, el iraquí fundador de Equipos de Musulmanes que hacen la Paz, con cuya familia convivimos durante una semana.

De su mano, cubierta en todo momento por un velo ajustado al rostro que llaman hijab y un manto llamado abaya, todo en negro sepulturero para no diferenciarse del resto, nos colamos en la vida cotidiana del Irak al que Estados Unidos impuso la democracia hace ahora cinco años. Nunca caminar tan vestida hizo sentirse tan desnuda.

Los pilotos pisan el freno, aprietan a fondo el acelerador y sueltan el freno. El avión sale disparado al despegar y aterriza en picado. Hay que minimizar el tiempo que está a tiro de los lanzamisiles de hombro. Los terroristas acechan en las inmediaciones.

Sus objetivos más certeros han sido los helicópteros estadounidenses y los aviones de DHL, a veces cargados con fajos de billetes de cien dólares para pagar las cuentas en efectivo. En un país en guerra como Irak las tarjetas de crédito no son más que plástico.

Aeropuerto vacío

Si bien estas peligrosas maniobras pueden pasar desapercibidas para el pasajero, en cuanto se pone un pie en la terminal el silencio del fantasmagórico aeropuerto internacional de Bagdad desata la angustia.

Sadam Hussein lo bautizó con su nombre en 1982, tras pagar a los franceses 900 millones de dólares (más de 615 millones de euros) por su construcción. Estaba diseñado para recibir a 7,5 millones de pasajeros diarios, pero hoy hay días en los que no aterriza ningún avión civil. Cada vez que los estadounidenses bloquean el espacio aéreo para sus operaciones, los tres vuelos de Royal Jordanian, Iraqi Airways y el chárter de KBR, la filial de Halliburton que opera el país árabe, se quedan en tierra sin previo aviso.

Los mostradores están vacíos. Las pantallas electrónicas apagadas. La duty free parece una tienda cubana del período especial. Lo mismo si se le pregunta por el baño que por la hora de salida, el encargado de la información sólo sabe decir una frase en inglés: «puerta 32». Lo dice tan decidido y sonriente, que uno no duda hasta que ha obtenido la misma respuesta a tres preguntas diferentes.

Quienes bajan de los aviones no necesitan sus instrucciones. Los fortachones americanotes con cerrado acento de Texas u Oklahoma traen colgada al cuello una funda con su acreditación de empleado de la coalición, y se dirigen hacia la cola de inmigración como un rebaño que ya se sabe el camino.

Sólo tres mujeres, dos de ellas iraquíes con un bebé en brazos, acompañadas por los hombres de la familia, bajan del avión. Tanto chirría la presencia de esta periodista en el rebaño de empleados de KBR que un soldado iraquí la saca inmediatamente de la fila para interrogarla en un cuarto aparte.

Al pasar el control de inmigración no es difícil reconocer en la desolación de la gran terminal al desconocido al que nuestro anfitrión, Sami Rasouli, ha encomendado recogernos. El favor se lo hace con la cara tensa Ali Shalan Moham, director del Ministerio de Desplazamientos y Migraciones, que ha montado todo un operativo para la ocasión.

Sólo los vehículos autorizados cuyos conductores tengan una acreditación gubernamental pueden llegar hasta el aeropuerto, vetado para el ciudadano de a pie o incluso para los taxistas. Empresas de seguridad como la británica AKE cobran entre 2.000 y 3.500 euros por trasportar a un huésped hasta un hotel de Bagdad en un pequeño convoy de dos vehículos blindados. Los doce kilómetros de carretera que separan el aeródromo de la Zona Verde eran conocidos hasta hace poco como los más peligrosos de Irak. Son diez minutos de tensión que nada refleja mejor que el rictus agarrotado en el rostro de Ali.

Uno de sus subordinados le espera en el coche, vigilando los alrededores. Click. Tan pronto como se sienta ante el volante ambos sacan las pistolas y se las colocan sobre las rodillas, listas para disparar. Pasamos tres controles en los que los soldados iraquíes se cuadran ante la matrícula del coche, y una vez que se ve solo en la carrera aprieta el acelerador como alma que lleva el diablo, sin dejar de mirar con nerviosismo los espejos retrovisores.

«Nadie quiere invasores»

«Esto ha mejorado mucho», asegura quitándole hierro al asunto. «Hace un año no podíamos pasar por aquí. Las calles amanecían regadas de cadáveres. Cada día había ochenta muertos más en la morgue». ¿Funcionó entonces la escalada de tropas? «Claro que sí». ¿Prefiere que se queden los estadounidenses? Por primera vez, aparta la mirada de los espejos y vuelve la cabeza para contestar mirando a los ojos. «Nadie que ame a su país puede querer que se queden tropas invasoras», espeta.

Y mientras intenta recuperar la calma avisa que nos aguarda un cambio de coche «por si alguien nos ha seguido». Su chófer y su guardaespaldas emergen en otro vehículo de en medio del campo y se cruzan delante de nosotros. Con el motor encendido me empujan hacia el otro coche sin recuperar siquiera la maleta. Enfilamos la Zona Verde a toda velocidad, mientras nuestro primer vehículo desaparece por la autopista que se adentra en Bagdad para despistar a los posibles perseguidores.

Se diría que el peligro ha pasado, pero en realidad no ha hecho más que empezar. Descargan las pistolas, sacan las cartucheras, le quitan las baterías a los teléfonos móviles y lo ponen todo a la vista en el salpicadero, tal y como ordenan las señales en inglés a ambos lados de la carretera. Enfrente, el control estadounidense que custodia la entrada de la Zona Verde.