
Medio siglo de «liberación»
Los chinos han borrado a los tibetanos de la Administración y copan los mejores puestos de trabajo desde que anexionaron el territorio
Actualizado: GuardarLa propaganda del régimen comunista de Pekín asegura que el Ejército chino «liberó» Tíbet en 1950. Un curioso eufemismo para referirse a una invasión en toda regla, ya que esta idílica región del Himalaya había permanecido independiente desde la caída de la dinastía Qing en 1911. Con el fin de la Guerra Civil (1945-49) y el triunfo de las tropas comunistas de Mao Zedong, China volvió a recuperar su poderío de antaño y Tíbet cayó pronto en sus manos de nuevo. Como las demás regiones fronterizas del imperio chino, esta vasta región, de 1,2 millones de kilómetros (más del doble de España) y sólo 2,7 millones de habitantes, había gozado de más o menos libertad dependiendo de la fortaleza de sus vecinos, que lo ocupaban o abandonaban según el poder de sus monarcas.
No obstante, el rey tibetano Songtsen Gampo fue temido en el siglo VII, cuando las creencias religiosas procedentes de India ya se habían asentado por todo el país. Con estas continuas conquistas e independencias del imperio chino según la fuerza de cada dinastía, pasaron varios siglos hasta que, en 1641, la secta gelugpa de los monjes de los Gorros Amarillos se impuso a sus rivales de los Gorros Rojos.
Gracias a la influencia mongol, su cabecilla adoptó el título de Dalai Lama (Océano de Sabiduría) y, desde entonces, cada una de sus reencarnaciones ha aunado el poder político y religioso en Tíbet. Debido a esta fuerte teocracia y a su tradicional aislamiento, la sociedad tibetana era, y en gran medida lo sigue siendo, una de las más atrasadas y feudales del mundo, pero también una de las más piadosas porque los principios básicos del budismo, como la compasión y el respeto a la vida, rigen la vida de sus ciudadanos.
Todo ese oasis de espiritualidad empezó a desintegrarse cuando el Ejército Popular de Liberación ocupó Tíbet en 1950, se lo anexionó oficialmente un año después y, sobre todo, cuando en 1959 sofocó una revuelta popular que obligó al Dalai Lama a exiliarse en su refugio de la ciudad india de Dharamsala. Precisamente, ha sido el 49 aniversario de dicha huida, que se conmemoró el lunes, el que ha hecho saltar la chispa de la rebelión no sólo en Lhasa, sino en otros monasterios de la región y también en enclaves con mayoría de población tibetana en las provincias limítrofes de Gansu y Qinghai.
Pero lo que subyace tras esta nueva revolución azafrán, similar a la que sacudió a Birmania en septiembre del año pasado, son 58 años de ocupación china que han costado la vida a cientos de miles de personas y han supuesto un auténtico genocidio cultural, al destruirse buena parte de su patrimonio cultural y erradicarse sus costumbres ancestrales.
A cambio, Pekín ha traído el progreso: ha desarrollado la región a base de carreteras, aeropuertos y un tren del cielo que es un prodigio de la ingeniería pero que ha traído a la mitad de los cuatro millones de turistas que visitaron la región el año pasado y ha acelerado la colonización de la etnia han, la mayoritaria en China, frente a los tibetanos. Así, los han controlan la Administración, los comercios, los mejores puestos de trabajo y son los principales beneficiarios de los hospitales, escuelas, restaurantes y karaokes que han proliferado por las ciudades.