El redentor cazado
Spitzer, adalid de la lucha contra la corrupción y las prácticas abusivas de las grandes corporaciones, se marcha por caer ante las tentaciones y no cumplir lo que prometió
Actualizado: GuardarELIOT Spitzer disfrutaba de una reputación inmaculada por su cruzada contra la falta de ética empresarial y la corrupción. Era el 'sheriff de Wall Street' o el 'abogado del pueblo' hasta que un ataque de soledad durante una noche de hotel en Washington acabó con su carrera. La prostituta que contrató para llenar el espacio que quedaba en la cama de dos metros de ancho ha rubricado su despedida política.
Él que luchaba contra fraudes y abusos de las grandes corporaciones, él que apoyaba a los emigrantes, él que defendía la implantación del salario mínimo y protegía a los trabajadores.... él no podía fallar. No podía fallar a su esposa, a sus tres hijas. No podía fallar a los neoyorquinos. Y lo hizo. Y la hipocresía norteamericana le ejecutó. ¿O fueron los tiburones financieros? ¿O la comunidad empresarial y bursátil que tantas ganas le tenía?
Y qué más da. Lo cierto es que el brillante letrado demócrata de 49 años que llegó a Albany -sede del gobierno de Nueva York- a principios de 2007 tiene que irse. Una mancha -eso sí sexual- en su impoluto expediente redactado como fiscal general ha bastado para sellar su final político.
Este descendiente de judíos austriacos afincados en el Bronx que se licenció en Derecho en las universidades de Princeton y Harvard con las más altas calificaciones se marcha «decepcionado», decepcionado consigo mismo como reconoció ayer, decepcionado por sucumbir a las tentaciones y no poder cumplir lo que prometió: recomponer «ética, política y económicamente» al estado de Nueva York.
Spitzer fue elegido con el 69% de los votos. Los electores confiaron en sus promesas reformistas, en su falta de temblor a la hora de aplicar la ley después de que se labrara una fama de incorruptible justiciero. «Nadie está por encima de la ley», repetía una y otra vez. Y cumplió gran parte de lo que aseguró.
Lo peor fue su exceso de celo a la hora de investigar las ilegales redes de prostitución. Escasamente religioso, decía que lo hacía porque encubrían tráfico de personas, lavado de dinero o corrupción. No por imponer la moral. Pero ha sido la moral puritana de la sociedad estadounidense, la que ha puesto punto y final a su carrera, brillante pero corta. Su pulcra imagen pública no se ciñó a los estándares que se había fijado a sí mismo.