EL RAYO VERDE

Razones para votar

No puedo remediarlo. Me emociona verme delante de una urna. Comprendo que suena marciano, que lo que se lleva es distanciarse con desprecio de las elecciones, pero yo no. Yo el día de votar me siento épica. Como si tronara a mi alrededor la carga de la caballería ligera y avanzara sable en ristre, en primera línea, con algún himno de fondo. «A galopar, a galopar, hasta enterrarlos en el mar», por ejemplo, valga el anacronismo por la asociación de ideas. Cuando entro en mi colegio electoral, que es el mismo en que estudió mi niño chico, me siento estupenda. No es broma, creo que mucha gente compartirá la sensación conmigo: existe en el ambiente un aire de buen humor, de levedad, como de promesas latentes, de expectación, de vivir un momento singular. Debe ser la Historia, o algo así. Cada uno es más que nunca uno mismo en ese minuto en que avanza hacia la mesa, con su nombre y sus dos apellidos y su decisión soberana en la mano. En tres sobres, esta vez, blanco, verde y ocre, junto con el carnet de identidad y una determinación en el gesto, el resultado de haber tomado una decisión importante, con la que está convencido de contribuir a construir el futuro. Votar, pues, sienta bien y educa el carácter.

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Pero sobre todo, en esos pocos metros de camino hacia la urna hay un sentimiento de triunfo, de conquista. La gente de mi generación, -pese a la avanzada edad, sí, vale- no hemos olvidado nuestra primera vez, cuánto costó llegar a unas elecciones como ciudadanos de un pueblo libre y soberano, y ese recuerdo permanece indeleble. Cada consulta sigue siendo una gran fiesta de la libertad, en la que podemos dar o quitar el gobierno de nuestros asuntos a quienes queramos. Votar, pues, rejuvenece. Y es una cura, la única, contra la amargura, contra el dolor y la impotencia de una sociedad a la que el terror ha vuelto a golpear, en vísperas de su gran día, para responderle alto y claro -no es coincidencia que ETA pida la abstención- que no nos ganará, nunca.

Porque las elecciones son también una celebración comunitaria, en la que los miembros de la colectividad acudimos a aportar nuestra cuota de responsabilidad en la gobernanza de la polis y a compartir la carga de la decisión, que será determinante por los cuatro próximos años.

Es, pues, minuto de oro, o de gloria, para disfrutarlo despacio: consultar la lista del censo, cruzar la sala hasta la cabina, cerrar bien la cortina, que para eso es un acto íntimo, escoger las papeletas, avanzar hacia la mesa, dar el carnet, votar. Y charlar un pco con los miembros del colegio electoral, con los interventores de una u otra chapa en la solapa, muchas veces amigos, con los vecinos que nos cruzamos.

Comprendo que hay muchos ciudadanos hartos de una campaña electoral intensa y de una legislatura terrible; que hay otros muchos descreídos o desencantados, que piensan que para qué acudir, que todos los políticos son iguales, que se sienten traicionados incluso, o no representados en ninguno de los programas. Aun así,creo que hay que ir a votar, desde el respeto más absoluto a las demás opciones, hasta desde la crítica a la propia. Más que nunca ahora que la muerte ha vuelto a irrumpir en la política, es preciso salvar los consensos esenciales.

José Antonio Hernández dice que uno vota, primero, a sí mismo, después contra alguien y sólo por último, a favor de un partido. Yo creo que además uno vota para contratar un servicio y poder exigir luego su cumplimiento a los elegidos. Para decirles que aquí estamos y no nos desentendemos, que no les vamos a permitir que olviden que trabajan para nosotros y que su oficio consiste en mejorar nuestra vida, en resolver nuestros problemas. Hay que creer en la democracia, reforzarla y reclamarle que se renueve y se oxigene. Si no ¿qué nos queda?

lgonzalez@lavozdigital.es