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Plazas resucitadas

Todos tendemos a pensar que la plaza del pueblo contiene el código genético de cada localidad, que la resume y la explica. Por más que sepamos que esa reducción es injusta e insuficiente, la aplicamos cuando viajamos. Buscamos el ágora (aunque esté rodeada por dos chabolas). Sin pensarlo. Por inercia. Consideramos que esa placita, esa prima pequeña o gemela de la Puerta del Sol, es el centro, el principio y el fin de todo lo que hemos ido a ver.

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Si lo hacemos nosotros cuando viajamos, lo harán los demás cuando nos visitan. Ellos recorren también el camino de baldosas invisibles que lleva desde el aparcamiento, el apeadero o el muelle al centro del centro de cada localidad (sea Villaluenga o Berlín). Suele ser el punto de partida y de llegada, la casilla de salida y la estación Termini en ese gregario juego de la oca que es el turismo barato (el del 95% de nosotros). Está presidido por algún edificio administrativo principal (casi siempre el ayuntamiento) y dotado de hostelería clase turista, algunas tiendas y conexiones con los monumentos, museos o rincones peculiares de cada localidad. Si es una ciudad mediana o mayor, los lugareños esquivan ese lugar, pero los visitantes quedan atrapados en ese encanto cutre y pegajoso de la plaza del pueblo.

A cualquiera que sienta un mínimo apego por Cádiz (ya que le tocó nacer o vivir aquí) se le debe de formar un nudo en el ánimo al comprobar que ese centro que atrae a los visitantes como punto de recepción e inicio del paseo, esa plaza del pueblo, en la capital de la provincia, es San Juan de Dios.

Será porque ninguno de los barrios que la circundan la consideran territorio propio, pero El Pópulo, Santa María (con Plocia por delante) y el entorno de La Catedral han adecentado su oferta turística y gastronómica, su aspecto, su pulso y su imagen mientras esa escala fundamental de San Juan de Dios se ha quedado atrás.

Debe de ser que la confianza, la cercanía, dan mucho asco, pero resulta irónico que el Ayuntamiento tenga su sede histórica en uno de los enclaves más abandonados, deprimidos y visualmente sórdidos de la capital gaditana.

Toda una acera, toda una mitad, aparece muerta y cerrada, como una enferma con medio rostro paralizado. Se fueron negocios tradicionales y no hubo relevo. Varias fachadas, vistas al margen del entorno, parecen propias de la posguerra más que de un país que presumía de ser la octava potencia económica del mundo hasta que a los ladrillos se le fundieron los plomos. Algunas de sus esquinas rezuman y pregonan una decadencia espeluznante, por no hablar de otros casos que conviene no mencionar sin pruebas que presentar en un juzgado.

San Juan de Dios, el ágora, la plaza del pueblo, la primera escala de los que llegan por instinto y sin pistas, es el mayor ejemplo de la falta de ideas, impulso, proyectos y obras que han permitido convertir viejos puertos en flamantes bulevares en Vigo, Alicante o Barcelona (no pasa nada por fijarse en ciudades más ricas, grandes y despiertas). Como en todo, llevamos dos décadas de retraso pero en pocos sitios resulta más visible el imaginario reloj parado que en la plaza que supone, para muchos visitantes, la primera impresión de la ciudad.

Un esfuerzo por ser optimista permite, al menos, reparar en otros ejemplos reconfortantes. Otras dos plazas -eso sí, menores- como Candelaria y Mentidero han salido de situaciones similares gracias al impulso de pequeños empresarios. Hasta los años 90, eran dos sitios por los que las madres prohibían pasar a las adolescentes, solas, más allá de las ocho de la noche. Hoy son lugares de atractivo creciente, gracias en buena medida a emprendedores gaditanos, extremeños, italianos o alemanes. Esa mezcla, que convirtió la guía telefónica de Cádiz en la que mejor suena del mundo, ha facilitado la apertura de locales que han espantado a los grifotas (el apelativo más amable que pueden recibir) para montar mesas en las que recibir a lugareños y visitantes, sobre las que colocar algo parecido a la pequeña prosperidad del sector servicios. Más que en cualquier otro colectivo, que cualquier institución, esos pequeños empresarios suponen la única y diminuta esperanza de que en San Juan de Dios pase algo parecido.