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VUELTA DE HOJA

Un método para aprender odio

Los crímenes de la gente que no sirve para otra cosa nos dejan, al menos por unos momentos, inservible parte del corazón. El primer impulso que sentimos es el de la venganza, que quizá sea cierto eso de que se come fría, pero tampoco sabe mal si está calentita, o al baño María. El abyecto asesinato del ex concejal socialista de Mondragón nos ha hecho peores a muchos. Personas que hemos repudiado siempre la barbarie que supone la pena de muerte, considerándola como lo que es, un asesinato legal, hemos sentido tambalearse nuestra firme conciencia. Por unos convulsos instantes nos hemos acordado de lo que decía alguien que transformó su criterio exigiendo que la suprimieran, en primer lugar, los señores criminales.

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La verdad es que no somos ángeles. Esa alada estirpe condesciende a habitar entre nosotros -incluso han desertado los ángeles de la guarda- y ante un abominable crimen siempre hay algo en nuestra naturaleza que solicita un castigo definitivo. La única ventaja de la llamada pena máxima es que no permite reincidentes, pero pasado el primer impulso, nos damos cuenta de que no constituye un argumento. Borges decía que si fuera lícito asesinar a un asesino también lo sería comerse a un caníbal.

Los familiares de la joven marroquí apuñalada en Granada están pidiendo la pena de muerte para el autor. Muchos españoles verían con gusto que se aplicara idéntica medida al asesino del ex concejal de Mondragón. Cuando corre la sangre nos hace peores a todos, incluidos a los que nos salpica. Vivir es irse construyendo una conciencia y cuando creíamos que la edificación estaba algo avanzada, emerge de ella el odio. Esa es la victoria del terrorismo: no pueden contagiarnos sus móviles, pero a veces puede contagiarnos sus procedimientos. Durante algunas horas casi todos hemos sido peor de lo que somos.