El voto excepcional
H ACE 30 años, cuando las primeras elecciones democráticas, la gente acudió a las urnas con la sensación de que el acto de votar estaba cargado de una trascendencia y una solemnidad a la que muy pocos se podían sustraer. Durante décadas, el voto había sido para los españoles una quimera o una farsa, y de pronto era una realidad que permitía a cada uno contribuir a la definición de un futuro que se presentaba incierto.
Actualizado: Guardar Con el tiempo y la repetición, el voto se fue convirtiendo en un acto cada vez más administrativo y menos épico. También disminuyó la percepción de su potencial transformador. Pasado el entusiasmo y el embeleso inicial, mucha gente fue asumiendo que el cambio que unas elecciones podían propiciar sería cada vez menos sustancial. Creció el número de los apáticos, de los utilitarios, también de los cínicos. Incluso los convencidos de uno u otro signo se fueron entibiando. Con todo, la democracia española, salvo en alguna desafortunada ocasión, ha mantenido cifras de participación considerables. Más de uno ha llegado a La Moncloa con diez millones de sufragios detrás. Que no es poco.
Pero a lo largo de los años, junto a esa rutina creciente, y acaso saludable, los españoles hemos convivido con una incómoda y recalcitrante anomalía. La presencia entre nosotros de sujetos que no se resignan a contar y pesar lo que en la urna representan sus papeletas y, acaso creyéndose de mejor condición que el resto, recurren a la pólvora para darse importancia justamente cuando se nos convoca a pronunciarnos en paz e igualdad. Un somero repaso a las campañas electorales de las últimas tres décadas nos muestra que en muy pocas de ellas dejaron de comparecer los violentos, buscando el protagonismo del que democráticamente carecen y también calculando, con esa lógica perturbada que los caracteriza, que sus acciones podían ayudar a arrimar el resultado a lo que en cada caso fueran sus preferencias. Unas preferencias, dicho sea de paso, sobre las que los demás, los que no buscamos hombres o mujeres indefensos para arrebatarles la vida por no pensar como nosotros, nunca deberíamos habernos detenido siquiera a especular. Qué más nos da lo que pretendan que resulte de las urnas aquellos que las desprecian.
Es evidente que algo cambió en marzo de 2004. Por primera vez, y mal que nos pese hemos de admitirlo, un acto terrorista influyó decisivamente en el desarrollo y el resultado de unas elecciones. Podemos discrepar sobre cómo y por qué afectó a los comicios, pero difícilmente negar que lo hizo. Quizá cabe especular sobre si con atentado o sin él habría ganado uno u otro; pero es indudable que la masacre de Atocha movilizó a una parte del electorado que de no ser por él se habría quedado en casa. Nos devolvió la sensación de excepcionalidad de aquellas elecciones de los primeros tiempos y nos puso muy cuesta arriba permanecer al margen.
Si el hito fue en sí mismo desdichado, los hechos nos han venido a demostrar que tampoco se reaccionó de la forma más adecuada. El cruce de acusaciones y descalificaciones habido durante estos cuatro años entre los responsables políticos no ha hecho sino robustecer en algunas mentes la idea de que la voluntad de los españoles se puede torcer a golpe de atentado.
Y ahora aquí estamos. Hay quien piensa que deberíamos hacer como que no existen. Pero todos sabemos que están ahí, y que el que ya no está es un hombre que sólo trataba de sacar adelante a su familia con su trabajo y que durante un tiempo se comprometió en el servicio a los demás. No podemos dejar que nos marquen el paso, pero tampoco permanecer indiferentes. Una vez más, el acto de votar se convierte en algo cargado de trascendencia. De una indeseable trascendencia, tal vez, pero trascendencia al cabo. Quien no acuda hoy a votar, aun siendo su derecho abstenerse, se verá obligado a sentir que está dando la espalda a sus conciudadanos y a ese hombre injustamente muerto. Y a partir de mañana, el vencedor lo mismo que el vencido, tendrán que pensar seriamente cómo evitar que esto vuelva a suceder. No sólo cómo neutralizar a quienes han hecho de la muerte su lenguaje, sino cómo erradicar de sus cerebros la idea de que tienen un lugar de privilegio en una ceremonia cívica donde nada pintan ni pueden pintar.
Puede resultar una paradoja, pero tras la participación que hoy resulta deseable, quizá el mejor deseo que podemos formular para las próximas elecciones es que quien quiera se pueda abstener tranquilamente. Será una buena señal.