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¿Qué hay en un voto?

El autor constata que en un voto hay muchas cosas. Por eso es tan difícil saber lo que puede pasar. Las encuestas influyen muy poco a la postre en el resultado electoral.

JOSÉ IGNACIO WERT
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ENTREGADO este artículo, recibo como todos el mazazo del atentado de Mondragón. Una vez más, una campaña no acaba como debiera, con alegría y con normalidad. Esperemos que la sangre de Isaías Carrasco no haya sido derramada en vano, y que todos usen el voto también como una expresión de repulsa al terrorismo, siempre ciego y estúpido, cada vez más ciego y más estúpido de ETA.

'¿Qué hay en un beso?', se preguntaba Gilbert O'Sullivan en una canción que tuvo cierto éxito a principios de los 80 (del pasado siglo). En esta primera década del siglo presente -como en todas las anteriores- seguimos preguntándonos qué hay en un voto, y encontrando en las respuestas tanto cosas previsibles como algunas que tal vez sorprendan.

Una primera obviedad que salta a la vista es que el voto no representa lo mismo para todos los electores o, en un sentido más amplio, para todos los ciudadanos. En efecto, una proporción sensible de éstos nos muestra en su comportamiento que el voto para ellos es apenas nada, puesto que tienen por norma no votar. Son los 'abstencionistas crónicos', el colectivo que vive al margen de esa práctica central de la democracia que es votar. Aunque es difícil ofrecer una cifra consistente, dado que el abstencionista es menos transparente en las encuestas que el votante (pesa mucho el cliché del voto como deber más que como derecho cívico) no es arriesgado aventurar que al menos el 10% de los adultos pertenece a esta categoría.

Un segundo grupo son los 'abstencionistas ocasionales' que, según los casos, pueden votar o abstenerse, pero que habitualmente no frecuentan las urnas, bien por razones de exigencia o desafección política (ninguna oferta les satisface lo bastante o algunas les han decepcionado) como, sobre todo, por razones de desinterés hacia la política. Este último grupo, el de quienes 'pasan' de política se nutre sobre todo de jóvenes y explica la mayor tasa de abstención en ese grupo etario.

En conjunto, entre crónicos y ocasionales, los abstencionistas nunca han bajado de uno de cada cinco censados con derecho a voto y eso en las llamadas 'elecciones de primer orden' (las generales), ya que en las de 'segundo orden' (las locales y autonómicas) uno de cada tres electores se ha abstenido, y en las que podríamos calificar como de 'tercer orden' (al Parlamento europeo) hemos llegado a ver una tasa de participación del 45% en junio de 2004.

Pero vayamos a los que votan, esa proporción del censo que, en elecciones generales, ha oscilado entre el 69 y el 79% de los llamados a las urnas. Tampoco entre ellos el significado del voto es ni mucho menos homogéneo. No lo es respecto al espíritu con que se vota. La encuesta post-electoral del CIS tras los comicios de 2000 apuntaba a que mientras uno de cada cinco votantes lo había hecho con entusiasmo, cuatro de cada diez lo habían hecho simplemente con satisfacción, mientras dos de cada diez lo habían hecho con algunas dudas y casi uno de cada diez declaraba haber votado por la opción menos mala. Esto es, la idea del votante como un comulgante cívico transido de emoción participativa camino de su colegio electoral puede aplicarse quizás a esa minoría de votantes entusiastas, pero no a la ancha mayoría restante.

En el caso de los partidos de izquierda, los factores identitarios e ideológicos tienen un peso mayor. Por ejemplo, el 24% de los votantes del PSOE de 2004 declaraba haberle votado por ser el partido al que siempre votan, con el que se sienten identificados. En 2000, esa proporción ascendió al 37%. Asimismo, el 27% de los votantes socialistas de 2004 y el 31% de los de 2000 declararon como razón principal de su voto la proximidad ideológica. En cambio, entre los votantes del PP, en los dos años citados la razón de mayor peso fue de tipo performativo: la conformidad con los resultados de su acción de gobierno (31% en 2004 y nada menos que 46% en 2000), junto a la consideración, también del mismo signo instrumental, de que se trataba del partido más capacitado para gobernar (24% en 2004 y 17% en 2000). Ello deja escaso espacio a la identificación habitual (15% en 2004 y 10% en 2000) y también a la proximidad ideológica (15% en 2004 y 10% en 2000).

Liderazgo

Por lo que respecta al liderazgo, existe una fuerte resistencia a admitir que el mismo desempeña un papel preponderante a la hora de conformar la decisión de voto. En las dos últimas elecciones, tanto entre los votantes de izquierda como en los de derecha, la proporción de quienes dicen haber votado a PSOE o a PP por sus respectivos líderes (Aznar y Almunia en 2000; Zapatero y Rajoy en 2004) es prácticamente idéntica: entre el 6 y el 7%. Y aun menor (menos del 3%) en el caso de IU. Ahora bien, al margen de que pesen más o menos motivaciones ideológicas o razones instrumentales, lo que de forma consistente reconocen los votantes es que su decisión electoral estaba tomada antes del comienzo de la campaña: el 81% de los votantes en 2000 y el 84% de los mismos en 2004 declaran que ya habían decidido lo que iban a votar antes de la campaña electoral.

La intrigante cuestión de qué efecto electoral producen las encuestas tiene una respuesta contundente si hemos de dar crédito a las propias encuestas: aunque más de la mitad de los electores han visto encuestas preelectorales, no llega al 6% la proporción de quienes reconocen que las mismas les han influido en su voto y, dentro de éstos, la mayoría señala que el efecto ha sido reforzar su decisión previa de votar por un partido.