El dilema del bipartidismo
La ajustada pugna entre el PSOE y el PP en esta campaña se presentaba como un escenario de ensueño para los nacionalistas. Sobre el papel, la apurada distancia entre socialistas y populares proporciona a las fuerzas periféricas una baza aún más decisiva en la gobernabilidad del Estado; incluso cuando sus opciones puedan verse mermadas por el bipartidismo cuya crítica se ha transformado en un argumento para movilizar al electorado propio. Sin embargo, el ánimo que están proyectando los partidos más representativos del nacionalismo -CiU, ERC y el PNV- dista del que cabría esperar en aquellos que, necesarios por su fuerte arraigo autonómico y reforzados por la profunda división entre el PSOE y el PP, sólo tendrían que sentarse en sus escaños a esperar que el primero de los dos grandes solicite su apoyo. Parecen embargados, de hecho, por una especie de desaliento que proviene tanto de las incertidumbres sobre la propia solidez electoral, como de la falta de certezas sobre la actitud de aquellos que pudiendo gobernar España puedan preferir hacerlo sin peajes soslayando la posibilidad de una mayoría con los nacionalistas.
Actualizado:No se trata sólo de que Zapatero haya modulado la apelación a la colaboración y al compromiso que dirigió antes de la campaña al PNV y a CiU, alimentando las ilusiones de una IU cada vez más frágil. O de que el PP de Rajoy esté promoviendo en sus estrategias y discursos el rearme ideológico de lo que debe significar, a su juicio, ser español. Se trata también de las limitaciones que plantea para los intereses más pragmáticos del nacionalismo la escalada en las reivindicaciones soberanistas, mientras intenta compatibilizarlas con el discurso pragmático sobre los beneficios domésticos que aporta una posición relevante en las Cortes.
La campaña posibilista de ERC, alejada de la efervescencia y del gusto por el cuerpo a cuerpo con el PP que le permitió pasar en 2004 de un solo diputado a ocho, demuestra la existencia de un temor a perder la llave de la influencia. Temor a que el bipartidismo que ha apuntalado a los partidos periféricos como el tercer polo del Estado tome conciencia de su suficiencia y prefiera conducirse en solitario a ensanchar sus márgenes con quienes han avivado sus aspiraciones más maximalistas. Mientras las perspectivas de voto apuntan a un desgaste de los nacionalistas catalanes, en el caso del PNV fluctúan entre el mantenimiento de sus siete escaños y la pérdida de uno situándose por detrás de los socialistas vascos. En la fluctuante identificación electoral que mantiene con el soberanismo de Ibarretxe -que tan buen resultado le reportó en las municipales de 2003, primeras con Batasuna ilegalizada, y tan decepcionante en las autonómicas de 2005-, la formación peneuvista ha orillado la consulta del lehendakari para realzar qué bien se vive en Euskadi.
La paradoja es que las urnas sólo podrían resolver el intransferible dilema al que de nuevo se enfrenta el partido de Urkullu con un éxito arrollador o una debacle sin paliativos. Dos hipótesis hoy por hoy improbables.