Y Zapatero no perdió
El segundo debate Zapatero-Rajoy, en que los dos líderes aprovecharon el aprendizaje del primero y pusieron toda la carne en el asador, no fue un dechado de virtudes ni un monumento a la amenidad, ni mucho menos una prueba de altura intelectual y rigor político, pero, como estaba previsto, sirvió para generar el clima previo que ya será con toda probabilidad definitivo hasta la fecha señalada del 9-M, el próximo domingo. Y este clima se resume mediante una consolidada impresión: si es cierto que, en los regímenes democráticos maduros, nunca son las fuerzas opositoras las que ganan las elecciones sino los partidos gubernamentales los que las pierden, Zapatero no ha perdido desde luego las elecciones.
Actualizado: GuardarRajoy hubiera sido probablemente un apreciable presidente del Gobierno si, aprovechándose de la inercia de su predecesor, hubiera ganado en 2004. Pero al frente de la oposición, y aun reconociendo sus méritos indudables y sus aptitudes indiscutibles, no ha conseguido dotarse en cuatro años de esta mezcla de glamour, empuje y dotes de estadista que son capaces de inclinar definitivamente a su favor el péndulo de las preferencias sociales. Podría decirse que Rajoy es un candidato sólido y voluntarioso, que no ha hecho méritos suficientes para disputar con ventaja el poder a un adversario, Zapatero, que también se ha curtido en estos cuatro años y que, a juicio de un sector en apariencia mayoritario de la opinión pública, tiene en su haber más aciertos que errores. Entre otras razones, porque algunos de esos errores no son tales sino frágiles artificios ideados por el acompañamiento mediático del PP para desgastarlo.
En definitiva, quien contemple la situación con suficiente perspectiva, teniendo a mano los programas electorales del PSOE del 2004 y de ahora mismo, llegará a la conclusión de que Rodríguez Zapatero ha desarrollado una proporción considerable de la parte normativa de su reforma, que ahora debería concluirse a lo largo de la próxima legislatura para que quedase una impronta clara del proyecto sobre el devenir de este país. En cierta manera, pues, las elecciones del domingo son una reválida del Gobierno, que solicita de la ciudadanía autorización para concluir su propuesta global. Todo indica que la sociedad, más o menos a regañadientes, sí concederá a Zapatero este margen de confianza. Aunque la verdadera incógnita es si hará como en el 2000, otorgando al gobierno las manos libres que concede la mayoría absoluta, o si preferirá forzar pactos y coaliciones que moderen los ímpetus de la mayoría relativa.
Las oportunidades de Rajoy pasaban por conseguir que la mayoría social de este país rechazase precisamente ahora, en las elecciones del 9-M, la acción reformista de este gobierno, que es meritoria en muchos sentidos aunque sus adversarios puedan esgrimir con razón numerosos defectos y carencias. Pero en lugar de construir piedra a piedra una opción alternativa, Rajoy ha perdido el tiempo condescendiendo con absurdas teorías conspirativas o haciendo demagogia con la política antiterrorista. Así las cosas, el sentido común indica que el cuerpo social preferirá probablemente que Rodríguez Zapatero concluya su trabajo, en lugar de propinarle el bofetón que supondría prestar oídos a un aspirante sin suficientes méritos ni propuestas, como Rajoy.
El elemento que podría romper esta lógica es el económico, pero tampoco constituye un argumento de suficiente peso. La sociedad es consciente de que este Gobierno no es responsable en solitario del recalentamiento del sector de la construcción, que se fraguó en la etapa del PP y que es causante en parte de nuestras dificultades actuales. Y lo es asimismo de que las instituciones españolas no son responsables de que el crudo petrolífero roce los cien dólares por barril o de que haya subido vertiginosamente el precio mundial de algunos alimentos básicos... En una Unión Europea magníficamente integrada en torno al euro y a una política monetaria común, los márgenes de actuación de los gobiernos en la elaboración de las políticas económicas son muy reducidos, y aquí, Solbes ha pilotado la ortodoxia con mano firme, y sin que nadie pueda disputarle su idoneidad, como quedó bien claro en su debate con el aprendiz Pizarro.