Opinion

Votar o no votar

Como era previsible después de las polémicas teorías que se han desarrollado sobre la importancia de la participación en los resultados electorales, la controversia se basa ahora en ese vital porcentaje abstracto, en la cuantía de la abstención, como si a la postre la decisión soberana de los españoles no consistiese en optar por una de las ofertas partidarias, sino en acudir o no a depositar el voto en las urnas. Gabriel Elorriaga lo reconocía ingenuamente en sus -desmentidas a medias- declaraciones a 'The Financial Times: el PP está en condiciones de ganar las elecciones si consigue disuadir de ir a votar a un sector relevante de la clientela socialista. Es una verdad de Perogrullo: el secreto de los partidos para ganar elecciones consiste en movilizar a los partidarios y desmovilizar a los adversarios.

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Pero en el fondo, plantear la cuestión de esta manera es incurrir en una mixtificación. Los sociólogos y los profesionales de la política son muy dueños de hacer tales cábalas prosaicas y de divagar sobre especulaciones estrictamente técnicas, pero la democracia consiste en optar entre distintas propuestas ideológicas y entre diferentes formas de ejercer el gobierno, por lo que, cuando menos en teoría, nuestra obligación cívica consiste en apoyar electoralmente a aquella oferta partidaria que más se aproxime a nuestras preferencias.

Es perfectamente legítimo optar por la abstención activa -o consciente- o por el voto en blanco, actitudes de larga tradición democrática que tienen un valor inobjetable. Abstenerse con conciencia de ello supone expresar un rechazo al propio sistema democrático, protestar por sus imperfecciones, alegar que el conjunto de aspirantes a ejercer la representación no da la talla. Votar en blanco es algo parecido, pero con la conciencia de que participar es un inalienable deber cívico que debemos cumplir, aunque no nos guste el planteamiento general.

Pero hechas estas salvedades, lo más racional es ejercer la participación positivamente, dando nuestro respaldo a la opción mejor o -en su defecto- a la menos mala, y con la certeza de que por este medio no sólo favorecemos nuestros intereses apostando por el vector de avance que más nos conviene sino que también fortalecemos el sistema, que se nutre y alimenta de tales apoyos. Claro es que, en justa correspondencia a esta actitud constructiva del electorado, los partidos tienen el deber inalienable de presentar unos programas con verdadero valor contractual a la ciudadanía. Lo que no siempre ocurre: hay campañas electorales en que el principal mensaje de los partidos es la descalificación del adversario.

Pero, ¿y el voto útil? Efectivamente, votar no es un simple acto espontáneo que pueda realizarse sin reflexionar acerca del alcance de nuestra acción. Votar a una minoría sin expectativas razonables puede significar a veces desperdiciar objetivamente el voto porque no existe la menor posibilidad de que fructifique.

Cada escaño de Izquierda Unida, por ejemplo, requiere más de 240.000 votos, y en la mayoría de las circunscripciones el voto a esta coalición no tiene verdadera utilidad, aunque sí, por supuesto, también posee un valor simbólico perfectamente respetable... que indirectamente perjudica o beneficia a los demás partidos. Pese a ello, también es legítimo dar ese testimonio si uno cree que con ello se cumple una función ejemplarizante, aunque sea puramente idealista.