El cómico y la leyenda Sus números
Esa mezquina querencia cainita, instalada en la vida cotidiana de casi todos, se cuela ya en los sitios menos pensados. Hasta en el MP3 y en las salas de cine -a las que ahora parece ir menos gente que nunca- se ha colado ese irritante sectarismo que impulsa a los más cortitos a clasificar a cada miembro de su círculo profesional y, sobre todo, a los que forman el etéreo sector de los famosos y las celebridades. Todo el mundo ha de ser rojo, facha, capillita, carnavalero, liberal, ateo, cultureta, tecnosexual, ambicioso, homo, hétero, sindicalista, pelota, cadista, machista, leninista... o todo lo contrario. Lo que sea, pero sin medias tintas, sin dudas ni mezclas. Cualquier cliché sirve para encasillar al que sea y así ahorrarnos la valoración de los millones de matices que, casi siempre, tienen las preferencias, opiniones o actitudes de casi todo bicho viviente.
Actualizado:La manía, tan vieja como el ser humano, se ha recalentado a fuego lento en España durante los cinco últimos años y ensucia satisfacciones tan enormes como la que dio Javier Bardem. Durante los días previos y posteriores a un momento histórico (para el cine español y europeo) los comentarios sobre las preferencias políticas del actor, su simpatía o estupidez, su familia, el canon digital o la utilización que PSOE y PP hacen de los artistas han ocupado más tiempo que las menciones a su papel, al largometraje y, en definitiva, al centro de la cuestión: el cine.
Cualquiera que diga que le gusta Bardem o que se alegra de su triunfo queda inmediatamente clasificado (rojete). Si argumenta que no le gusta o que le resbala el asunto, igualmente recibirá una absurda etiqueta (derechón). En ambos casos, con el añadido tan riguroso y español, de gritar: «Que conste que no he visto la película». Los que prefieran vivir en esa limitadora estupidez de la trinchera diaria se pierden una gran película de los Coen (aunque esté a galaxias de la grandeza lírica de Muerte entre las flores) y un papelón de Bardem como un robot con ligamentos y flequillo en vez de cables. Su interpretación era mucho mayor en el papel de hombre común de Los lunes al sol, pero esa cinta era doméstica y esos papeles no deslumbran.
Con los datos en las manos, sin simpatías ni valoraciones extracinematográficas, estamos ante un actor de leyenda, capaz de reunir el máximo galardón de San Sebastián, la Copa Volpi de la Mostra, dos globos de oro, un Oscar y otra candidatura. Todo, sin haber cumplido los 40 años (nació en 1969). Aunque los premios tengan mucho de arbitrario y frivolón, tal vitrina es impensable sin un talento descomunal.
Le han llamado ya Woody Allen, Almodóvar, Forman, los Coen y Spielberg (rechazó el papel de villano en Minority Report). Cabe pensar que su carrera ni siquiera ha llegado al ecuador, que ahora le llegarán mejores proyectos todavía, tiene una capacidad cameleónica que no se ve desde el mejor De Niro y, además, conserva las neuronas suficientes para decir que «Daniel Day Lewis es el camino». Qué más le pedimos, qué falta hace que sea simpático, qué cambia que vaya o no a una manifestación, ni la novia que tenga.
El que quiera ridiculizarlo todo por antipatía política o personal puede probar a comprobar qué otro español ha logrado tales niveles de prestigio en su profesión. Encontrará que sólo hay media docena. También puede sentarse a esperar a que otro actor iguale ese currículum. Acabará como la madre de Anthony Perkins en Psicosis antes de volver a ver algo similar. Jamás volverá a ganar un Oscar alguien que ha recorrido varias veces los bares de Muñoz Arenillas.
La reacción de un sector de este país ante tal acontecimiento artístico retrata su desprecio por la excelencia, una desviación que ha lastrado a los españoles durante siglos. Ni siquiera el discurso de recogida del actor merece reproche. Se mostró agradecido a sus compañeros de largometraje, a su estirpe y su oficio. Se acordó de su país y su apellido, sin faltar a nadie. Es decir, habló de lo suyo y de los suyos, la reacción más humana que cabe mostrar. Además, la expresó en un correcto inglés y en un impecable castellano, que usó previas disculpas. Todo, de cabo a rabo, grandioso, excepcional y ejemplarizante. Sin colores ni etiquetas. La tarea de colocarlas queda para los mediocres de alma miope.