Andalucía
Decidí pasar el día de Andalucía mirándola a vista de pájaro, desde una de las Columnas de Hércules, las que separan el Mare Nostrum del Plus Ultra. Las columnas de Hércules o Heracles denominan los montes que Hércules utilizó para abrir el Mediterráneo al Atlántico. En el lado andaluz está el peñón de Gibraltar, nombre que le dieron los árabes en honor de su caudillo Tarik (Djebel Tarik). Enfrente, al otro lado del Estrecho, se yergue orgulloso el Djebel Musa, la otra columna.
Actualizado: GuardarPasada la frontera de Marruecos, la serpenteante carretera recordaba la vieja Andalucía que, durante siglos, la oligarquía caciquil y la derechona condenaron al subdesarrollo y que el alocado conductor recorría como si fuera el circuito de Jerez. Un pequeño pueblo de pescadores abraza la hermosa bahía de aguas turquesa que está a los pies de la montaña. La autoconstrucción, la vieja factoría abandonada y las calles de tierra devolvían de nuevo el espectro de lo que nuestra tierra fue hasta hace poco. Las barcas varadas en la playa son la única fuente de trabajo para este pueblo.
La senda de la montaña zigzagueaba entre los últimos acebuches, cuando una nube que volaba sobre el Estrecho arrastrada por el viento, comenzó a envolvernos. Caminábamos en silencio dentro de la oscuridad de la nube con la sensación de estar ascendiendo a la morada reservada a los dioses mitológicos. Habíamos llegado a un collado donde reponíamos fuerzas escondidos entre las rocas para soportar la humedad y el frío. No se veía nada y con tristeza decidimos volver. En ese momento las nubes comenzaron a abrirse y en segundos pudimos asistir a uno de los espectáculos más impresionantes que he visto. El sol se colaba aquí y allá iluminando las tierras de Andalucía y Marruecos a ambos lados del Estrecho que desde la altura del Djebel Musa era un hermoso río entre dos orillas de la misma tierra. Las mismas calizas, la misma flora y fauna, la misma luz maravillosa.
Junto a los enormes acantilados, apenas a cincuenta metros de costa, había una pequeña isla, casi desierta, sobrevolada por miles de gaviotas. Sólo un par de pequeñas cabras negras ramoneaban entre los brezos que azotaba el viento. Era la Isla de Perejil, la famosísima causa de una gloriosa guerra que fue heroicamente reconquistada por el ministro Trillo bajo las órdenes del comandante en jefe, señor Aznar. Es tal su hermosura con la luz de la tarde que entendí que bien merecía una guerra, o dos si es preciso. ¿Cuanta estulticia hace falta para pensar y gobernar así!
Alguien preguntó si una pequeña barca, que las corrientes del Estrecho movían como un cascarón, era una patera. No lo era, pero podría serlo. ¿Qué otra esperanza hay en esta orilla para los jóvenes que vagan con las manos en los bolsillos mirando las luces cálidas del atardecer sobre las costas de Tarifa y Algeciras? Andalucía fue en el siglo VIII tan paraíso como lo es la del XXI.
Desde la distancia, Andalucía lucía en su día sus mejores galas. Me preguntaba durante el regreso cómo trasmitir a mis hijas el orgullo de la Andalucía forjada en los últimos 20 años, que ha tomado en sus manos las riendas de su destino, sin caer en nacionalismos catetos. Quizás la respuesta está en su himno: por España y la Humanidad. ¿Va por ella!