Mala política, peores imágenes
Asombrosamente, los insultos vuelan como cuchillos en esta campaña electoral. El recurso al eufemismo, que durante algunos gozosos años y a caballo de la ironía era el sucedáneo ilustrado de la mordacidad, se ha obviado completamente, y ahora ya tan sólo circula el dicterio descarnado y malsonante. Rajoy llamó una docena de veces mentiroso a Zapatero en el debate del lunes. Felipe González ha llamado «imbécil» y vago a Rajoy en un mitin en Málaga. Y, en una carga de profundidad que comienza a ser inquietante, Aznar sigue lanzando la increíble y absurda especie de que Zapatero va amigablemente de la mano de ETA, dispuesto a rendirse a sus exigencias, a negociar todas las claudicaciones imaginables...
Actualizado: GuardarLos medios de comunicación, que en ocasiones no cumplen cabalmente el papel lenitivo y moderador que la opinión pública reclama de ellos, han relacionado este inclemente panorama de injurias y calumnias con la «tensión» política que Zapatero reclamó como clima idóneo para la campaña en curso. Y la confusión es notoria: una cosa es discutir acaloradamente y con pasión y otra muy distinta descalificar al adversario mediante invectivas insultantes.
El perjuicio que causa esta situación no cae de un solo lado: el altercado es tan pueril, tan barriobajero, tan falto de sutileza que lesiona inevitablemente a toda la clase política. Parece mentira que las grandes fuerzas no se hayan percatado de que el establecimiento de una dialéctica ruin y tabernaria que se traduce en un perpetuo exabrupto y en una descalificación sistemática deteriora el crédito de todos los actores políticos sin excepción, rebaja el nivel y el prestigio de lo público y degrada ostensiblemente la profesión política, que por otra parte ya no está muy bien vista en nuestro país.
Aunque las tradiciones pasan, ayer se recordaba en un prestigioso rotativo español que en algunas viejas democracias como Francia existe una preocupación por conseguir que los políticos profesionales sean expertos en técnicas de liderazgo, en políticas públicas, en técnicas de gestión y de estrategia. La Escuela Nacional de Administración fue durante muchas décadas vivero de altos funcionarios que con frecuencia daban el salto a la política... Hoy, la política francesa se nutre también de otras fuentes, pero en general, y en definitiva, se sigue creyendo que esta delicada tarea de servicio público ha de ser desempeñada por personas que hayan acreditado solvencia y preparación, o que hayan descollado en otras áreas de actividad... Asimismo, en muchos países europeos se establecen sistemas de formación continua para reciclar a políticos y administradores, de los que se reclama, además de cierto «carisma», probada competencia. Es un hecho que todo esto no sucede en España, y bien que lo acreditan los sondeos de opinión: en la última encuesta del CIS en que se preguntaba la opinión de la ciudadanía sobre sus políticos, la imagen que proyectaron fue penosa. Nada menos que el 70% de los entrevistados creía que «los políticos buscan siempre sus intereses personales por encima de cualquier otra consideración». Se dice, probablemente con razón, que cada sociedad tiene la clase política y el régimen que se merece, pero a veces hay lastres históricos que es preciso sacudirse mediante un esfuerzo de razón y de voluntad. Aquí, la política fue una profesión ruin durante el franquismo por razones obvias, y aquella animadversión no ha desaparecido completamente, quizá a causa de que lo público se ha contaminado en exceso con ciertas dosis de corrupción. De cualquier modo, los propios políticos deberían ser los primeros interesados en mejorar su imagen, imponiendo criterios selectivos a la promoción interna en el seno de los partidos y elevando el tono del discurso y de la controversia.
Es claro que Zapatero y Rajoy, por poner el ejemplo más a mano, saldrán personalmente debilitados de una campaña atroz que ha puesto en duda todas sus aptitudes, los ha satirizado con saña, los ha despojado de todo carisma y aun de la deseable presunción de competencia... No es extraño que los ciudadanos convocados a las urnas, que a fin de cuentas hemos de elegir entre lo que hay, vayamos resignadamente a optar por lo menos malo, sin entusiasmo ni ilusión.