ESPAÑA

Consenso y disenso en la reforma constitucional

¿Es posible un cambio consensuado de la Carta Magna para cerrar el modelo de Estado autonómico diseñado hace 30 años? El autor defiende la conveniencia de que una modificación legislativa de esa envergadura se realice con el máximo grado de acuerdo, pero cuestiona la voluntad de los nacionalistas de sumarse a un nuevo gran pacto con los partidos de ámbito estatal

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CON razón se suele sostener que el principal valor de la actual Constitución española es el consenso con el que fue aprobada. ¿Su reforma hoy requiere el mismo grado de consenso o, transcurridos 30 años, en circunstancias distintas, podemos permitirnos un cierto grado de disenso? Veamos.

El valor del consenso constitucional se basa, sobre todo, en dos razones distintas, una teórica y otra histórica. Por un lado, una constitución es el mínimo común denominador que debe configurar los derechos fundamentales de los ciudadanos, las reglas básicas del funcionamiento de un Estado y los valores prioritarios que deben informar una sociedad. Ponerse de acuerdo en este mínimo común constitucional es esencial para que su posterior desarrollo -lógicamente plural, conforme a los diversos intereses e ideologías- quede asentado en sólidas bases. Además, por otro lado, ninguna de las constituciones españolas se había aprobado por consenso, siempre se había dejado fuera del acuerdo a una parte sustantiva de ciudadanos que, inmediatamente después de aprobado el texto, estaban dispuestos a cambiarlo en cuanto obtuvieran una mayoría parlamentaria suficiente. Todos nuestros regímenes constitucionales nacieron con este desestabilizador vicio de origen y los constituyentes de 1978 decidieron no incurrir en el mismo error.

El consenso, por tanto, se consideró entonces imprescindible para conferir la solidez necesaria al nuevo sistema constitucional. ¿En qué consistió el consenso? Consistió en que el texto de la Constitución fue el fruto de un pacto en el cual todas las fuerzas políticas cedieron en sus posiciones iniciales en aras de un acuerdo común, de tal manera que el texto resultante fuera asumido por todos como algo positivo, mejor todavía que si se hubieran impuesto las tesis propias. El principal valor de este consenso fue la integración de todos en el sistema constitucional.

Desde hace unos años, y desde sectores políticos diversos, se han sugerido diversas reformas constitucionales, unas más necesarias que otras. Como criterio general, ante cualquier reforma de este tipo debemos plantearnos primero si es imprescindible: es decir, si los fines que persigue no podrían alcanzarse mediante modificaciones legales. Si es así, no parece políticamente oportuno emprender ningún tipo de revisión constitucional.

En este sentido, de todas las reformas propuestas, probablemente la de mayor urgencia y alcance es la que implicaría el cierre del modelo autonómico. La razón es obvia: el modelo quedó abierto en 1978 porque en aquel momento no se sabía cual sería el mapa de las comunidades autónomas ni menos aún sus competencias respectivas. Ello se dejaba a la libre iniciativa de las nacionalidades y regiones. Éste es el motivo por el cual el artículo 2 de la Constitución otorga el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones, en lugar de establecer el principio de autonomía como criterio básico de nuestra organización territorial.

Ahora bien, en la actualidad el mapa autonómico está completamente cerrado, todo el territorio está dividido en comunidades autónomas o - en el caso de Ceuta y Melilla - en ciudades autónomas. Por tanto, sólo queda estabilizar definitivamente las competencias respectivas del Estado y de las comunidades de acuerdo con el principio autonómico. El actual sistema previsto en la Constitución deja esta cuestión permanentemente abierta, ya que las competencias autonómicas no quedan fijadas en el texto constitucional sino en los estatutos de autonomía (artículo 149.3) y, excepcionalmente, en las leyes marco y de transferencia o delegación de competencias del Estado (art.150.1 y 2). Ello no sucede en ningún Estado federal. Como es sabido, en estos modelos federales la constitución establece las competencias del Estado central y el resto queda automáticamente atribuido a los entes federados,

Por tanto, para completar nuestro modelo en sentido federal se deben modificar los mencionados preceptos. Por un lado, deben suprimirse las leyes marco y de delegación de competencias del artículo 150; por otro, debe modificarse el 149.3 en el sentido de que las competencias de las comunidades no estén fijadas en los estatutos, sino que sean todas aquellas que no le correspondan al Estado en virtud del artículo 149.1. De esta manera, los estatutos serán verdaderas normas institucionales básicas -tal como dice la Constitución- y no normas atributivas de competencias que, como sucede con las reformas estatutarias aprobadas, modifican no sólo las competencias autonómicas sino también las estatales, función que es de pura lógica que no les corresponda.

¿Podría lograse el consenso en torno a una reforma de este tipo? No es nada probable que los partidos nacionalistas vascos, catalanes y gallegos la acepten ya que -aunque algunos no lo admitan- no son partidarios de un Estado federal. La cuestión que se plantea entonces es la de si la gran mayoría de los ciudadanos españoles, que no dan soporte a estos partidos, deben adaptarse a sus deseos o se debe afrontar el cierre del modelo constitucional fijando un sistema de atribución definitivo que no dependa de los cambios estatutarios.

La prudencia aconseja, sin duda, no correr el riesgo de romper el consenso constitucional. Pero, de hecho, la reforma que propone actualmente el PNV o el mismo proceso de reforma del Estatuto catalán, ya han dado el primer paso para la ruptura de este consenso. Por tanto, o se llega al acuerdo de mantener la situación actual hasta lograr un nuevo consenso - en línea, por ejemplo, con la propuesta de Josu Jon Imaz- o, puestos a generar un cierto disenso, lo más democrático, en virtud de la regla de la mayoría, sea emprender las reformas constitucionales que se consideren necesarias, aunque no las aprueben los partidos nacionalistas, siempre que alcancen el más amplio apoyo de los partidos estatales.