Una obra al servicio de la nada
Actualizado:Llegué a la redacción recordando el artículo sobre el espectáculo de Isabel Bayón. Un intérprete con calidad suficiente y claridad de ideas no necesita más argumentos que su baile para ser capaz de mostrar su verdad. Pero en el caso de lo presentado por Rafael El Amargo es justamente lo contrario, precisa montar un circo mediático y tapar sus deficiencias con todo tipo de juegos de artificios. Y cuantos más mejor, porque hay mucho que solapar. De ahí la búsqueda de una espectacularidad epidérmica bajo una fuerte carga de decibelios y efectismos baratos a raudales.
Las plumas en el patio de butacas estaban muy afiladas. Seguramente, Amargo sea pasto fácil de la crítica. Mas tampoco es muy necesario emplear la lija, se descalifica solo. Primero, por la asunción de coreografías de todo a un euro. Segundo, por la permanente horterada de unas secuencias que se disputaban unas a las otras cuál era más hueca. Y finalmente, por su baile. Una expresión gestual huérfana de buenos principios y de un mínimo de técnica que le permita estar en este olimpo del baile. Eso sin contar con un zapateo tan impreciso como ineficaz.
En vistas a todo esto, no es de extrañar la necesidad de envolverlo todo bajo una falsa apariencia de pirotecnias varias, en el sentido estricto de la palabra.
Anunciaba Rafael que Tiempo Muerto era un parentésis, una vista atrás, un mirar para seguir adelante. Y se abre otro capítulo, el de coger carrerilla en su constante salto al vacío.
Diez escenas representaban diez tiempos distintos. Desde el tétrico número inicial con velones y capuchas, el martinete menos dramático jamás visto, la soleá atropellada y sin fondo ni forma, el fandango abandolado de Granada en forma de paso a dos, hasta llegar a una caña, medio salvada por la ranciedad de María La Conejo y sus castañuelas en el número Señora. Pero el culmen de lo pueril llegó con La carta de amor de un viejo, al parecer un número inspirado en una epístola de su abuelo. Almíbar en kilos. Si es deficiente su baile, no digamos su danza. Es el momento en el que apareció José Soto Sorderita, que culminó la propuesta con sonidos ketameros y su vitola de artista.
Se salva el virtuosismo de Juan Parrilla en sus números de flauta, en solitario y para el conjuntoo, pero llega una zambra, aderezada por un cajón, que intenta homenajear a Lola Flores y la deja como la estatua de La Plazuela, más o menos...
Un nuevo paso a dos se resuelve con una larga y repetitiva bambera con el número Matanzas de Susi Parra y Eli Ayala. De postre unas alegrías que deberían mostrar en las academias como ejemplo de cómo no se deben bailar. Y una fiesta por tangos, todos... con gafas de sol... Y como si Villamarta fuera una reunión de amigotes, invita a algunas personas del público a participar. Y tan tranquilo. Al menos no puso sobre las tablas a algún personaje de farándula televisiva, que cualquier diíta menos pensao...