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Foro Electoral | Justicia: Reformas propuestas... y la necesaria

Íñiguez constata que «las curaciones milagrosas» para los males de la Justicia que propugnan los partidos en sus programas apenas se diferencian de las que ya empezaron a plantearse en los años 80. Y defiende que se aproveche la nueva legislatura para efectuar un diagnóstico «racional» de los problemas y buscar soluciones consensuadas con los implicados

DIEGO ÍÑIGUEZ
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Los programas en materia de justicia proponen un aluvión de reformas: que el mandato del Consejo General del Poder Judicial acabe automáticamente y sus componentes sean elegidos por votación directa entre los jueces, que cambie el equilibrio entre el Tribunal Supremo y el Constitucional y sean vitalicios los magistrados de este, que se eleven ciertas penas, se penen nuevas conductas y se trate más duramente a ciertas categorías. Que sea el fiscal quien dirija la instrucción penal, se limite la duración de esta, cambien la oficina y la planta judicial, se recluten más jueces.

La primera reacción es asentir. Claro, el CGPJ está peor que nunca, lleva más de un año en funciones porque un partido bloquea la renovación, es dudoso que así respalde mejor a los jueces. Tampoco reina el contento: los jueces de Madrid han amenazado con la huelga si no les suben el sueldo, los funcionarios no transferidos a las autonomías la están haciendo ya.

Luego surge una reticencia: ¿están tan mal las cosas? Las encuestas reflejan una justicia que tarda en resolver, mal organizada, quizá politizada. Pero los males se atenúan cuando se inquiere sobre experiencias personales: el trato no es malo, los jueces son serios, sus resoluciones razonables. En estos años, el sistema jurisdiccional ha juzgado profesionalmente a los responsables de los atentados de Atocha, no parece devorado por la corrupción y descubre y limpia la que se produce, persigue eficazmente el terrorismo.

Sobreviene también cierta perplejidad, una sensación de haberlo leído y escuchado todo antes muchas veces, desde hace muchos años. La mayoría de las propuestas aparecían ya en programas anteriores, algunas son de eterno retorno. Quizá sea que sus autores son los mismos, los protagonistas de todas batallas libradas y todas las curaciones milagrosas ofrecidas desde los años 80. Parece que no pasa el tiempo. Pero la constatación produce más cansancio que melancolía.

Y tras la perplejidad, una duda: esta nueva avalancha de reformas, ¿es la solución para los problemas de la justicia?¿Persigue mejorar su eficacia? ¿O se ocupa más bien del poder, de quién debe tenerlo para nombrar a los miembros del CGPJ y a los jueces que tocan asuntos de relieve político, de las posibilidades de la jurisdicción como instrumento de control o como ariete político? Las propuestas sobre el Tribunal Constitucional permiten dudas semejantes. Es verdad que el CGPJ ha resultado un fracaso como ha habido pocos en el sistema constitucional de 1978: ha fracasado como organización, en el cumplimiento de sus fines y como institución política. Su inanidad desmoraliza a los jueces a cuya independencia ayuda tan poco. Su modo de actuar corrompe, en cierto sentido, a la pequeña parte de estos que pulula a su alrededor buscando un cargo o saltar a la política. Inquieta al público, que lo ve escindido en dos bloques y lee las intemperancias que se cruzan entre ellos. Pero no es el principal problema de la justicia en España, sino una distracción ideológica, porque -aunque cada vez más disparatado- es esencialmente irrelevante.

Lo que importa del sistema jurisdiccional es que contribuya a que se cumpla el derecho: que produzca con relativa rapidez soluciones razonables, fundadas en las normas jurídicas y actúe así como factor de sometimiento voluntario u obligado a las leyes. El problema de la justicia es la eficacia: si ofrece la seguridad jurídica precisa para que el país funcione, para que su economía sea más eficiente y sus habitantes sientan que viven protegidos por ella en una sociedad razonablemente justa.

En los últimos veinte años ha habido mejoras notables en los procedimientos y en la gestión, en los medios, las sedes y los servicios comunes. Las CC AA han sido generosas donde eran competentes. Pero siguen faltando jueces por habitante, una distribución más racional de la planta y de la carga de trabajo, una retribución más equitativa y, sencillamente, mejor: la comparación entre los sueldos judiciales y lo que ganan los abogados resulta dolorosa para muchos jueces, cansados, desencantados o ensimismados ante el espectáculo en sesión continua del Consejo y el estrellato judicial, la falta de moderación de sus teóricos representantes, las ocurrencias como el complemento de productividad.

La causa principal de la ineficacia subsistente es la desorganización: la falta de un propósito decidido de organizar un servicio público que cumpla eficazmente su función. Es verdad que no hay remedios milagrosos, que es difícil medir la eficacia en un sector contencioso por definición, que un sistema judicial eficaz anima a pleitear más. Pero el sector público no es irredimible: en los mismos años 80 en los que tan mal arrancó la reforma del sistema jurisdiccional, en España se transformaron con éxito la Hacienda y la Seguridad Social, la empresa pública y el poder militar. Los programas coinciden en su objetivo de mejorar la justicia, pero no respaldan sus propuestas con estudios concluyentes sobre los problemas o la eficacia comparada de sus soluciones. A menudo se ocupan de problemas menores y eluden los sustanciales: que el CGPJ cesara cuando acabe su mandato evitaría el encastillamiento de una mayoría que ya no refleje la del Parlamento, pero esto no afectará en nada a la división en bloques, el voto por tribus, su falta de transparencia y de responsabilidad.

Una nueva carrera frenética para reformar el Consejo y delegar algunas de sus funciones en nuevos consejos autonómicos, para invertir la lógica de la instrucción penal, apartar más al juez de su oficina, cambiar otra vez la planta y modificar unas cuantas leyes sustantivas puede parecer una solución brillante. Pero añadirá más estrés y malestar a un sector que ya tiene sus desazones. A veces lo urgente es esperar. Con más calma, a lo largo de una legislatura, podrían movilizarse los recursos necesarios, que son los de cualquier empresa humana: un liderazgo que parta de un análisis racional, allegue el consenso de los implicados, establezca prioridades y plazos, organice los medios humanos, económicos y tecnológicos. Que procure conseguir cabalmente el sistema jurisdiccional que necesita una potencia europea de segundo orden en los tiempos que corren y en el mundo en que nos toca competir.