COLA. Grupo de subsaharianos a su llegada a Tenerife.
ESPAÑA

Una nación mestiza

Los inmigrantes, que han pasado de representar el 7% del censo al 10% durante la última legislatura, plantean el reto de buscar un modelo de acogida

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HASTA finales de los años setenta, España exportó unos dos millones de inmigrantes a los países comunitarios y aprovechó las divisas que estos le enviaron del exterior. Tres décadas más tarde, el flujo migratorio se ha invertido a tal velocidad que los extranjeros han pasado de representar el 1,36%% del padrón en 1996 a constituir el 2,2% en 2000, el 7% 2004 y el 10% en 2007, si bien la proporción es mayor en Madrid, Cataluña y la Comunidad Valenciana. Los expertos calculan que la población extranjera real se aproxima a los cinco millones de personas, de los cuales un millón carece de 'papeles'. En el barrio barcelonés del Raval, los extranjeros ya representan el 55% de los vecinos.

El fenómeno de la inmigración, y los cambios que ha producido en la sociedad española, se han convertido en uno de los principales argumentos de la campaña electoral. La cuestión fue suscitada por el PP, que exigió a los extranjeros el respeto de las leyes y de las costumbres españolas. No obstante, las reacciones de uno y otro signo que ha provocado la propuesta de Mariano Rajoy ignoran una realidad: tanto la política integradora, que prima la ciudadanía bajo leyes idénticas para todos, como la política multiculturalista, que respeta tácitamente las peculiariades de los grupos étnicos, han fracasado en los países que las inventaron, Francia y Gran Bretaña, respectivamente.

España busca un modelo de acogida que no repita los errores conocidos en Europa, que sea compatible con la sociedad que se adivina, sin ir más lejos, en el mercado laboral. En diciembre de 2007, los trabajadores foráneos presentaban el 10,3% de los afiliados a la Seguridad Social. Su concurso ha sido imprescindible para la construcción, pero incluso si se confirma el parón en ese sector, los inmigrantes continuarán siendo necesarios en la agricultura, la hostelería, el servicio doméstico y el cuidado de las personas mayores.

La presencia foránea es palpable en todos los ámbitos sociales: el 8% de los alumnos no universitarios son extranjeros; uno de cada siete nuevos matrimonios tiene un cónyuge no nacional, y el 17,6% de los niños que nacen en España es hijo de, al menos, un inmigrante. Incluso el mapa religioso está cambiando, ya que más de tres millones de personas profesan una fe diferente de la católica: 1,2 millones de evangélicos, 1,1 millones de musulmanes, 600.000 ortodoxos...

El concepto mismo de extranjero ha variado de forma sustancial. En 1996, la mitad de la población foránea procedía de la UE, pero ahora los ciudadanos comunitarios representan el 37%. Y si descontamos a rumanos y búlgaros, que pertenecen a la UE, pero aún necesitan obtener un permiso de trabajo, la proporción cae al 27%. Los latinoamericanos son el 35% (sobre todo, ecuatorianos, colombianos y bolivianos). Y los marroquíes, la comunidad extranjera más numerosa, alcanzan el 12%. El resto de África, incluidos los países del Magreb, apenas supone el 5%.

Prestaciones sociales

«Dejemos de jugar con el argumento de que vienen demasiados inmigrantes. También se decía lo mismo cuando ocurrieron los sucesos de El Ejido», señala Xavier Rius, autor de 'El libro de la inmigración en España' (editorial Almuzara). «Lo queramos o no -prosigue-, dentro de unos años sumarán ocho o diez millones, y muchos serán españoles de origen latino».

Esa transformación social sin precedentes ha coincidido con el crecimiento económico, que ha situado España en el centro de las corrientes migratorias mundiales. Según el Instituto Nacional de Estadística (INE), entre 1996 y 2000, el número de extranjeros empadronados en los ayuntamientos casi se duplicó (pasaron de 542.334 a 923.879, respectivamente); y entre 2000 y 2004 se triplicó (llegaron a 3.034.326). En enero de 2007 -los últimos datos oficiales disponibles-, sumaban 4,5 millones.

El padrón es la vía que tienen los inmigrantes para acceder a los prestaciones sociales, aunque no hayan resuelto su situación administrativa. Lógicamente, al utilizar esos servicios incrementan el gasto público, pero también contribuyen al aumento de la natalidad y al desarrollo de la economía. Los estudios sobre esta cuestión arrojan conclusiones parciales y contradictorias: unos han destacado el impacto positivo de la mano de obra extranjera en el PIB y en la Seguridad Social; otros aseguran que ha provocado la caída de salarios en algunos sectores y que ha retrasado las inversiones necesarias para mejorar la productividad de muchas empresas.

En uno y otro caso, la contribución del inmigrante a la economía será mayor cuando aumente su cualificación laboral; pero sólo podrá obtener la formación precisa y pagar impuestos y cotizaciones más altas si la estancia es prolongada, estable y legal.Y para ello es necesario el permiso de residencia, un documento que expide el Ministerio del Interior y que está vinculado con la autorización de trabajo. Unos cuatro millones de personas disponían de ese permiso el pasado 31 de diciembre, casi un millón más que el año anterior. Sin embargo, el padrón todavía no ha sido actualizado desde enero de 2007, cuando se contabilizaron 4,5 millones, de modo que es difícil establecer el número de individuos en situación irregular.

El ministro de Trabajo, Jesús Caldera, sostiene que sólo hay 300.000 'ilegales' en España, pero eso significa que, a lo largo de 2007, la cifra de extranjeros empadronados habría retrocedido de 4,5 a 4,3 millones. Y ello a pesar de que más de cien mil personas entraron en España el pasado año a través del reagrupamiento familiar. Un retroceso de ese calibre sólo se explicaría si existieran, al menos, 300.000 empadronamientos falsos y si la estricta política de visados hubiera 'sellado' totalmente el flujo de latinoamericanos en 2007.

En realidad, la mayoría de los expertos cree que la población foránea censada asciende a cinco millones, una cifra que, comparada con la de permisos de residencia, arroja un balance de un millón de individuos en situación irregular. Son los inmigrantes que no pueden acceder a un empleo legal porque no han pasado por el reagrupamiento, una posibilidad contemplada en el Reglamento de la Ley de Extranjería de 2004, ni por la contratación en el país de origen. Esos trabajadores saben que la economía sumergida los absorberá hasta que puedan legalizar su situación acreditando tres años de estancia. O hasta que el Gobierno apruebe una concesión general de permisos de residencia, como ocurrió con la regularización de 2005.

«La economía sumergida (...) no es el resultado de la inmigración irregular, sino su causa fundamental, el auténtico 'efecto llamada'», concluye Lorenzo Cachón, profesor de la Universidad Complutense de Madrid, en el artículo 'Diez notas sobre la inmigración en España'. Hasta ahora, las regularizaciones han funcionado como una válvula de escape para el mercado laboral, que necesita 300.000 inmigrantes más cada año debido a la caída de la natalidad, pero se encuentra con que los contingentes de trabajadores extranjeros que aprueba el Gobierno son irreales. Y la contratación en origen tampoco funciona, ya que los consulados otorgan con lentitud los visados a los operarios que son captados por los empresarios españoles en sus países.

¿Última regularización?

Aunque cada regularización se anuncia como la última oportunidad para los 'ilegales' ya instalados en España, se conocen por lo menos doce procesos de ese tipo desde 1968, si bien sólo se han convertido en objeto de controversia política durante los últimos ocho años. Hubo regularizaciones al aprobarse la Ley de Extranjería a comienzos de 2000; cuando esa ley se reformó con criterios restrictivos a finales del mismo año; a raíz de los encierros de inmigrantes en Barcelona en febrero de 2001; y tras la conmoción que causó la muerte de doce ecuatorianos un mes más tarde, cuando la furgoneta en la que se desplazaban hacinados al trabajo fue arrollada por un tren en Lorca.

No obstante, la regularización más numerosa, y la más publicitada, se produjo entre febrero y mayo de 2005, cuando el Gobierno socialista concedió permisos de residencia a casi 600.000 personas que ya estaban empadronadas. España recibió críticas de otros países europeos, y especialmente del entonces ministro del Interior francés, Nicolás Sarkozy, por haber actuado de forma unilateral, ya que los inmigrantes en situación legal pueden desplazarse por la UE. Sin embargo, Italia anunció la regularización de 484.000 extranjeros en mayo de 2006. Gran Bretaña adoptó al mes siguiente una medida similar dirigida a centenares de miles de personas. Y Alemania abrió un proceso para legalizar a 190.000.

No obstante, a pesar de haber sido imitado en Europa, el Gobierno de Zapatero comenzó a titubear sobre su política de inmigración cuando cruzó el ecuador de la legislatura. El cambio fue apreciable tras la crisis de los cayucos.