Un consejo imprescindible
El autor cuestiona que las sucesivas reformas legislativas en materia de Educación hayan resultado verdaderamente efectivas para los objetivos de mejora que se perseguían. Aboga, por ello, por la búsqueda de un pacto que permita incentivar tanto la dedicación de los profesores, como el interés comprometido de los alumnos.
Actualizado:SEIS reformas educativas desde 1980 y unos resultados crecientemente mediocres en los últimos informes PISA (2001, 2004 y 2007) no parecen haber creado el clima de consenso imprescindible para mejorar el nivel educativo de nuestros jóvenes, disminuir la elevada tasa de fracaso escolar (30%) y posibilitar una óptima integración de los emigrantes desde la convivencia en las aulas.
Si atendemos a una de las promesas estelares del Partido Popular, la supresión de la Educación para la Ciudadanía, asignatura contemplada en la LOE aprobada en abril de 2006, es de temer que continúe el rifirrafe legalista, como si los resultados del próximo PISA en 2010 pudieran mejorar a fuerza de diatribas parlamentarias. Dicha asignatura viene a sustituir a la actual Ética de 4º de la ESO, y quien compare los libros de texto de Ciudadanía que promocionan las editoriales con los actuales de Ética comprobará que son muy similares en sus contenidos. Los profesores de Filosofía y de Sociales seguiremos abordando la formación cívica de nuestros alumnos de un modo semejante. ¿A qué viene, pues, tanto alboroto? Sabiendo que las reformas educativas necesitan más de doce años para consumarse, ¿por qué atribuir al partido rival los fracasos que no se atajaron cuando el propio estaba en el Gobierno, y viceversa? ¿Acaso el debate en torno a temas-señuelo (las Humanidades, las Reválidas o la Ciudadanía) pretende distraernos de los problemas principales?
Se diría que utilizamos los temas educativos como tapadera de otros antagonismos, a sabiendas de que los cambios legales sin consenso no tienen gran alcance. Los conflictos principales estos últimos años -con la Iglesia por la asignatura de Religión, con la escuela concertada a cuenta de la financiación del Estado- se han resuelto al margen de la foto mediática y de un modo suficientemente favorable a las corrientes conservadoras como para que la polémica pública se limite a cuestiones menores, al mero ruido. Así, en esta campaña el PP propone reforzar el inglés y garantizar el castellano, mientras que el PSOE se inventa lo de las becas-salario a los jóvenes entre 16 y 18 para que perseveren en el Bachillerato, nuevamente minucias para no hablar de lo principal.
Sin embargo, lo principal es la brecha, el abismo que sigue abriéndose entre profesores y alumnos por los acelerados cambios sociales que se han producido en las últimas décadas. Las familias están demasiado ocupadas para proporcionar esa Educación General Básica que tanto echamos de menos y, paradojas de la sobreabundancia, las nuevas tecnologías (móviles, consolas, Internet, etc.) siguen achicando el escaso interés que produce en los alumnos el tipo de aprendizaje que el sistema educativo ofrece, demasiado repetitivo y mecánico y escasamente motivador. Crecen la incomunicación y la desgana en las aulas y sólo quedan los exámenes, las sanciones y las malas caras para intentar agarrar por el mango una sartén que echa humo. En castellano o en inglés, en catalán o en gallego, se echa de menos un lenguaje común que no sea sólo verbal: más cuerpo, más música, más manualidades, más Europa, más contacto con la naturaleza. Sea para abordar los problemas de convivencia, las relaciones afectivas, la educación vial, el uso crítico de las nuevas tecnologías o la sensibilidad medioambiental, es forzoso encontrar un modo más interactivo para adaptar los currículos a las necesidades vitales de las nuevas generaciones.
¿Significa esto rebajar los niveles, transigir en todo, arrinconar la lectura y renunciar al ejercicio de la capacidad de abstracción que nos distingue como humanos? Ni mucho menos. Ese pudo ser el malentendido principal provocado por la LOGSE con la implantación de la enseñanza obligatoria y común hasta los 16 años. Un gran logro social que fue la génesis de un gran malestar: todo profesor debía ser capaz de tener en clase a individuos que se consideraban con derecho a no hacer nada, cuando no a molestar todo lo que podían. Unido ello al repudio de la autoridad tradicional, sin herramientas materiales, didácticas ni humanas para afrontar la tan glosada «diversidad», la introducción de la ESO supuso la implantación de un igualitarismo a la baja provocado por la dificultad de atajar el protagonismo de los alumnos problemáticos. Así, se desplomaron los niveles académicos de muchos centros públicos, al tiempo que se incrementaba el malestar y la enfermedad psíquica de muchos profesores que desconocían su vocación de trabajadores sociales.
Ese igualitarismo que tanto daño nos ha hecho en los últimos años está tocando techo. Entre una y otra reforma, ha disminuido la ratio profesor-alumno, ha mejorado la atención específica a los chavales con problemas, los profesores vamos perdiendo el complejo por ser autoritarios cuando hace falta y, sobre todo, vamos comprendiendo que tan injusto es desatender al que no alcanza como no estimular a quien puede más. Tener una silla en el aula no es una obligación para el alumno, sino una gran oportunidad que ha de aprovechar al máximo. Tener un profesor que corrija a diario los deberes para casa es un lujo al que han de corresponder incrementando sus hábitos de estudio. A fin de cuentas, es la propia satisfacción de los jóvenes la que está en juego si conseguimos que comprendan que un buen aprendizaje puede ser mucho más vigorizante que esa desidia y desgana que tan atractiva les resulta. Baste pensar en cómo algunos acosadores atribuían recientemente su conducta ¿al mero aburrimiento! Tiene delito que muchos adultos hayamos caído en la trampa de creer que tratamos mejor a nuestros jóvenes cuanto más complacientes somos con su indolencia.
No, ni la mano dura del PP ni la permisividad del PSOE tienen la llave para mejorar el sistema educativo. Una combinación consensuada de ambas, administrada por profesores más incentivados para administrar tanto la gestión directiva de los centros como una atención más personalizada a los alumnos y a sus familias, sería mi receta electoral para renovar la ilusión por el trabajo bien hecho. Se llame como se llame la ley de turno.