LAS MADRES DEL CERRO. Concha, Ana, Marta (delante); Pepa, Ana, y Salud, detrás. / NURIA REINA
CÁDIZ

Un lugar en ninguna parte

Los Patios, en el Cerro del Moro, sigue siendo una de las zonas con mayor índice de exclusión social de Cádiz, donde las mujeres luchan solas por salir adelante

Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

Esta mesa, congelada en mitad de la nada, se come el tiempo. Las mujeres de la zona de Los Patios, en el Cerro del Moro, consiguen que las horas se queden paralizadas en su boca. «Nunca he tenido vida propia. No pude ir al colegio. Aprendí a escribir cuando tuve que llevar a uno de mis sobrinos a la guardería. Me quedé embarazada muy joven. Con 28 años ya era viuda, con tres hijos. ¿Que cómo me siento? Sola, muy sola».

Los ojos de Ana lloran. Aunque no mojan. Tiene 45 años. Su boca dibuja una mueca amable que no la abandona. Es la única que no fuma en esta pequeña mesa de madera que hay a la entrada de la sede de la Asociación de Educadores Nuestro Barrio, un barracón plagado de graffitis en mitad de la nada... que es lo que para muchos representa esta zona de Los Patios.

Una barriada al margen del mundo, en el que buena parte de sus habitantes sobreviven entre dos aguas: agarrados de una mano al trapicheo, y de la otra a los resquicios que se escapan de los subsidios económicos. Un distrito coronado por unas tristes moles de ladrillo conocidas como las Torres de Hércules. «¿Pero para qué quiere ir usted a las Torres de Hércules? Si ahí no hay nada. Sólo droga, lo de siempre», responde una mujer cuando se le pregunta por este lugar sostenido en mitad de ninguna parte.

Las mujeres del Cerro del Moro, sin embargo, hablan mucho. Ríen. Fuman, un cigarro detrás de otro. Y Lloran. Aunque Salu (40 años) confiesa que no puede. Es por esos malditos nervios que se la agarran al estómago, y que no la dejan paz. «Es algo que aún no he conseguido hacer», reconoce.

En su interior se libra una batalla que tiene las entrañas manchadas de heroína. La huella indeleble de la violencia en su cuerpo. Y a esa dama de ojos tristes, llamada soledad, como compañera de viaje. Hay historias que son difíciles de comprender. Y también de escuchar.

Estas mujeres de Los Patios han transformado la sede de la Asociación en su particular refugio. Aquí reciben clase de costura, de cocina, y de ese algo tan complicado llamado educación emocional. Y charlan. Sobre todo charlan.

La del avestruz

«Yo siempre he sido muy cerrada. A mi marido nunca pude contarle mis problemas. Aquí nos juntamos siempre un grupito de cinco o seis. Nos comprendemos y podemos hablar de casi todo», dice Salu. Las charlas las mojan en litros de café con leche que salen de un termo plateado que espera sobre la mesa. Llegan compañeras nuevas. Se besan. Se abrazan. Se preguntan: «¿Qué tal Toti?», «¿Que tal Pepa?».

Y cuando responden el reloj se vuelve a detener. «Hoy me siento como esas aves que esconden la cabeza bajo la arena en el desierto, ¿cómo se llaman?», pregunta Manoli, de 48 años. «Avestruz», apunta Pepa, desde dos sillas más a la derecha. «Eso», responde Manoli, aunque no consigue fijar los ojos más de tres segundos en su interlocutora.

Un barrio matriarcal

«Uno de los problemas más frecuentes de esta barriada es que se trata de familias muy desestructuradas. Buena parte de los ingresos dependen de la economía sumergida», explica Pedro Castillo, coordinador de los proyectos de la Asociación de Educadores Nuestro Barrio.

A pie de calle esta fuente de ingresos se traduce en trapichear con papeletas falsas de lotería, menudear con fichas de hachís o buscarse la mejor forma de rascar dinero de las prestaciones sociales. En algo coinciden: el hombre se hace invisible en sus hogares.

«Buena parte de las casas las sostienen las mujeres en esta zona. Ellas son las que se se buscan la forma de traer dinero a casa las que se encargan de la educación de los hijos. El hombre o rehuye estas responsabilidades o simplemente, está ausente», explica.

Los hijos de estas mujeres, a los que Castillo llama cariñosamente, «esos pequeños de mala leche», porque han tenido en la calle buena parte de su escuela, es otro de los colectivos con los que trabajan estos educadores sociales.

Manoli coge su abrigo y desaparece tras la puerta que se abre a la nada. Su chaquetón pronto da la sensación de pesar toneladas.