La democracia sana y los debates
Como es sabido, y aunque existe ya acuerdo de principio entre el secretario de Comunicación del PP, Gabriel Elorriaga, y el secretario de Organización del PSOE, José Blanco, sobre el temario de los cara a cara entre Zapatero y Rajoy, no se ha logrado todavía consenso sobre la sede y el marco de tales actos. De momento, el forcejeo entre PP y PSOE sobre este particular es el imaginable entre contendientes que desean dar crispada visibilidad a su desencuentro de fondo. Los antagonistas quieren a la vez que parezca que son flexibles, pero que no están dispuestos a dejarse apresar en una trampa. Hasta aquí, todo normal. Pero han sido hasta cierto punto alarmantes unas manifestaciones de Elorriaga en las que este joven político muy cercano a Rajoy ha dicho que, a su entender, «se han sobrevalorado los debates», que no serían ni mucho menos consustanciales con una democracia sana.
Actualizado:Gabriel Elorriaga puede acreditar sólida formación jurídica, buen currículo en las legislaturas anteriores y una moderación verbal que le ha granjeado la simpatía y el respeto del sistema mediático. Pero a veces los políticos tienen que sortear mediante evasivas dialécticas determinadas estrategias poco justificables que, aunque orillan principios, favorecen supuestamente el logro de los objetivos partidarios, que finalmente se resumen en uno solo, la conquista del poder. En definitiva, y por decirlo suavemente, es muy difícil de creer que Elorriaga piense en realidad que los debates entre candidatos, que son la liturgia más explícita de la competición electoral, no sean ingredientes relevantes de la democracia moderna, e incluso la máxima expresión de la pluralidad de los sistemas representativos en que la libertad de elegir del cuerpo social debe plasmarse en la elección de una de las opciones que compiten pacíficamente por imponerse a las demás.
Y si ello es así siempre y en abstracto, las nuevas tecnologías de comunicación han concretado tales criterios: frente a las viejas instituciones electorales, como la valla publicitaria, el anuncio enlatado o los mítines, los cara a cara entre los aspirantes a representar a la ciudadanía permiten a la audiencia formarse su opinión con elementos de primera mano, con argumentos de incuestionable valor y solidez. Así lo ha entendido la democracia probablemente más rodada y profunda de todo el orbe, la norteamericana, tan criticable por tantas cosas y sin embargo tan admirable por el modo cómo procura el constante perfeccionamiento de los sistemas de representación, que aseguren que el mejor candidato de cada partido estará al frente de su respectiva opción para procurar finalmente la victoria sobre los oponentes en las elecciones decisivas.
De hecho, es evidente que toda esta indecorosa subasta de ofertas y dádivas a la que estamos asistiendo, que tiene bastante de engañifa y mucho de demagogia, podría evitarse en la práctica si los ciudadanos tuvieran ocasión de asistir a sucesivos debates, tanto sectoriales cuanto protagonizados por Zapatero y Rajoy, así como por estos dos con los líderes de las minorías (los cara a cara deberían razonablemente sumarse a otros debates en que participaran también los candidatos de los demás partidos). Quizá no sea apropiado hablar de consustancialidad de estos ritos con la idea democrática, pero sí puede decirse sin ambages que si los debates finalmente se abortaran, se habría deteriorado gravísimamente la funcionalidad de nuestro sistema político, se habría frustrado una expectativa acariciada por una gran mayoría del cuerpo social y se habría desprestigiado el rol político hasta extremos frustrantes, que sin duda provocarían represalias de parte del electorado.
Ya se ha dicho y se ha escrito que en el PP existe una poderosa corriente de opinión supuestamente técnica contraria a los debates con el argumento de que la cotización de Rajoy en las encuestas está muy por detrás de la Zapatero, cuando sus respectivas formaciones se hallan en situación de empate técnico. También hay quien dice que en el PSOE un sector de opinión presiona sobre Zapatero para que éste no corra riesgos inútiles (se recuerda que Aznar venció dialécticamente a González en los debates de 1993). De cualquier modo, si los debates se frustran, el inductor del fracaso deberá justificar muy bien su negativa porque la irritación de la opinión pública será colosal. Y es que si alguien se atreve a hurtar a la ciudadanía este racional contraste entre los líderes habrá actuado con criticable menosprecio hacia estas muchedumbres que -como escribió Claudel- esperan con vehemencia la forma de la palabra.