FORO ELECTORAL

Ciudadanos o accionistas

El autor considera que los españoles no pueden acabar siendo tratados como accionistas de un Estado asistencial que esperan cada año, aunque sólo en caso de superávit, repartirse una parte de los beneficios como dividendo

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SEGURAMENTE es el destino inexorable de cualquier medida anunciada en período preelectoral: arder y consumirse en la hoguera de la crítica partidaria. Lo advertía El Roto en una de sus memorables viñetas: «Disculpen las promesas. Estamos en campaña». Pero hay medidas que se prestan más a servir de combustible electoral que otras. Es lo que ha ocurrido con el compromiso del presidente Rodríguez Zapatero de que, en caso de ganar las elecciones, todos los declarantes de IRPF verán reducidos 400 euros de la cantidad que les retiene Hacienda, incluidos los autónomos.

Siendo el coste para las arcas públicas asumible en principio (unos 6.000 millones de euros, menos de la cuarta parte del superávit de 2,3% del PIB con que se ha cerrado 2007), los responsables del programa electoral del PSOE han defendido esta transferencia de renta a los ciudadanos como una medida que mejorará la capacidad adquisitiva de las familias, y estimulará a la economía española en los actuales momentos de incertidumbre. Concretando sus virtudes, el ministro Caldera ha señalado que la devolución de 400 euros permitiría absorber en gran parte el incremento experimentado por las hipotecas durante el año 2007. Según sus datos, para una hipoteca media de 150.000 euros el aumento ha sido de 480 euros.

Los proponentes han declarado que no se trata de una medida de choque, coyuntural, sino de una propuesta con «vocación de permanencia» que se aplicaría durante la próxima legislatura en tanto no se aborde una reforma global del IRPF. Por otra parte, es cierto que esta deducción se sumaría a la amplia batería de medidas sociales y laborales impulsadas por el Gobierno socialista durante sus cuatro años de legislatura, como las deducciones por el alquiler de vivienda, el llamado cheque-bebé o el incremento de las pensiones y del salario mínimo, hasta otras de tanto calado como el estatuto del trabajador autónomo, la regularización de inmigrantes, la ley de igualdad o la reforma laboral que ha permitido reducir en 3,6 puntos la todavía elevadísima tasa de temporalidad de nuestro mercado de trabajo. Y así, una medida que tomada en solitario ofrece, ciertamente, múltiples motivos para la crítica, podría verse relativamente revalorizada una vez que entra a formar parte de un paquete más amplio.

Ahora bien: ¿Se trata de medidas realmente sinérgicas, que empujan en la misma dirección, o son por el contrario actuaciones más o menos improvisadas y, en todo caso, yuxtapuestas pero no coordinadas?

Rodríguez Zapatero ha sido el primer presidente de Gobierno español que se ha vinculado explícitamente a un programa teórico-práctico, más allá de apelaciones genéricas a grandes tradiciones ideológicas (socialista o liberal) o a categorizaciones políticas escasamente operativas (izquierda, centro o derecha). Este programa es el republicanismo cívico, construido en torno a una idea fundamental: la concepción de la libertad como no dominación. Philip Pettit, referencia indiscutible de dicha corriente de pensamiento y autor del libro Examen a Zapatero, en el que realiza un balance de la legislatura a la luz del republicanismo, recuerda que sus principios requieren que el Estado «haga todo lo posible para establecer un orden social en el que los ciudadanos puedan disfrutar de su independencia y escapen a la sujeción al poder arbitrario de otros». Y concluye. «Esta visión del gobierno otorga al Estado una función sustantiva y consecuente: le proporciona una agenda socialdemócrata. El Estado no es sólo un vigilante nocturno que protege a sus ciudadanos del tumulto interno y externo, sino una agencia que moldea y conforma la sociedad».

La pregunta que debemos hacernos es si medidas del tipo de la del cheque-fiscal, como antes la del cheque-bebé o el cheque-alquiler, son coherentes con esta agenda. ¿Son medidas que realmente fortalecen la autonomía de los individuos y de las familias, reduciendo los riesgos de verse sometidos al dominio arbitrario de otras personas o grupos, o de procesos económicos que amenazan con remercantilizar cada vez más ámbitos de la existencia ciudadana? ¿No sería mejor invertir el monto total de 6.000 millones de euros que representa la iniciativa de los 400 en ofrecer más plazas de guarderías que favorezcan la incorporación de la mujer al mercado laboral, en ayudas para atender la dependencia o, en general, en fortalecer el débil Estado social en España?

Gerardo Pisarello ha denunciado recientemente el creciente vaciamiento normativo de la dimensión social de muchas constituciones nacionales y tratados internacionales, que han visto debilitarse la eficacia vinculante de los derechos sociales en ellas contenidos por el impacto de un turbocapitalismo cada vez más global y, por ello, cada vez más ajeno a las necesidades de unos ciudadanos y de unas sociedades que siguen viviendo en coordenadas fundamentalmente locales. Como consecuencia de este vaciamiento, el núcleo duro de las políticas sociales ha dejado de perseguir la garantía de derechos generalizables, es decir, «de expectativas sustraídas a la coyuntura política e indisponibles para los poderes de turno», propiciando por el contrario «intervenciones selectivas que, más que igualar a los desiguales, han tendido a operar como concesiones revocables y discrecionales, cuando no como auténticas medidas de control de pobres» (Los derechos sociales y sus garantías, 2007). La denuncia de Pisarello nos ofrece la clave fundamental desde la que valorar con rigor medidas como las que venimos comentando.

España no puede de ninguna manera parecerse a una sociedad anónima ni los ciudadanos españoles a unos accionistas que esperan cada año escuchar al presidente del Gobierno informar sobre el estado de las arcas públicas con el fin de repartirse, en caso de superávit, una parte los beneficios como dividendo. Dejemos este tipo de ideas para quienes suscriban el proyecto de aquel capitalismo de propietarios entronizado como horizonte de futuro por Margaret Thatcher, la que dijo aquello de que «ya no hay sociedad, tan sólo individuos».