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Boda en el lecho de muerte

LA GLORIETA La última vez que hablé con ella, en la calle Ancha, me contó lo de su boda. «Me caso», dijo como en un susurro. Pero la frase, que debía haber sido precedida por una fanfarria o por una discreta sonrisa, fue pronunciada secamente. Algo así como: «Me mandan a Puerto II».

MABEL CABALLERO
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Mirándola de arriba a abajo -con ese barrido que sólo saben efectuar algunas mujeres y no pocos gays- era fácil deducir que la idea le repugnaba. Algo extraño, para una mujer que no se apeaba de su trench con bufanda de Burberrys ni de sus mechas recogidas con un sobrio pasador.

Luego entendí por qué. Un día la vi a lo lejos por el paseo, del brazo de aquel hombre de tipo cilindro (sí, ellos también tiene su clasificación) embutido en un Barbour con cuellos de pana, unos chinos holgados y unos mocasines repulsivamente abrillantados.

Y mucho más tarde aún, me contaron que habían roto, con las invitaciones fresquecitas y recién impresas. A mí no me extrañó que la boda se fuera a pique, ni tampoco el motivo real

-«No le quería»- le confesó a mi confidente sollozando (porque las mujeres que llevan bufandas de Burberrys no lloran ni mucho menos emiten jipíos).

Lo más extraño, recalco, es la forma en que se produjo ese compromiso.

-Se lo prometí a su madre en su lecho de muerte.

Esas cosas les pasan a la gente que se llama Bruce y Rosita como en Dame Chocolate, no a la gente que se va de compras por Columela y vive en Bahía Blanca. Para que luego digan que a quién le interesan los blogs. Si ella escribiera uno yo me engancharía del tirón. Y que se pudran los de Fama.