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Editorial

Apología fanática

El hostigamiento sufrido ayer por la presidenta del PP vasco, María San Gil, increpada al grito de «terrorista» y «fascista» en el transcurso de la conferencia que pronunció en la Universidad de Santiago de Compostela, se asemeja en su inaceptable intolerancia a los actos de boicoteo que han promovido de forma recurrente los militantes de la izquierda abertzale en Euskadi. No es la primera vez que San Gil ha soportado expresiones de odio tan primarias como las protagonizadas por la minoría de estudiantes gallegos que forcejearon violentamente con sus escoltas en el centro universitario. Pero sí resulta inédito que las haya padecido fuera del País Vasco, lo que advierte, aún tratándose de un intento de agresión aislado, de los riesgos que comporta la inoculación de la intransigencia más radical en aquellos sectores juveniles que puedan simpatizar con las reivindicaciones del independentismo fanatizado. Porque únicamente caben interpretarse así no sólo la agresividad desplegada por los concentrados y sus proclamas contra «los españolistas», sino, sobre todo, su inmoralidad irresponsable al desear de viva voz que ETA asesine a quien piensa diferente.

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Que la destinataria de semejante mensaje sea una dirigente política tan marcada por el terror etarra y a la que la banda ya intentó matar, junto a algunos de sus compañeros de partido, en el homenaje a un concejal asesinado a su vez intensifica la gravedad de lo ocurrido ayer en Santiago y, singularmente, los peligros que acechan tras la banalización de la violencia. La ignorancia despreciativa que exhibieron los congregados hacia la trayectoria democrática de quien pretendía utilizar la palabra en un lugar donde ésta siempre debe primar en su sentido más constructivo y conciliador resulta dolorosamente pareja a su reprobable modo de minusvalorar el daño que ha provocado el recurso a la violencia dentro y fuera de Euskadi. La condena unánime de las fuerzas democráticas gallegas y el arropamiento ofrecido por la Mesa del Parlamento vasco a la responsable del PP suponen un imprescindible gesto de repulsa que precisa ser puesto a salvo de la diatriba partidista para poder ejercer un auténtico poder reprobador sobre quienes deben sentirse tan censurados en su conducta como para no repetirla.