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Mucho más que un canal
El panameño es un pueblo amable, sin resentimiento. El país vive un 'boom' inmobiliario atizado por la ampliación del canal. Pero Panamá es mucho más
Actualizado: GuardarNada más lejos del hielo que la humedad tropical de Panamá. Aunque fue la fiebre del oro californiano la que acabó de atizar la construcción de un canal transoceánico que primero soñara Carlos V, más tarde empañó la fama de Ferdinand de Lesseps y finalmente consagró al ingeniero estadounidense George Goethals, también el hielo jugó su papel. Antes del ferrocarril que uniría Colón (en el Atlántico) y Ciudad de Panamá (en el Pacífico), que se cobró no menos de 6.000 vidas, y de la heroica autopista marítima entre dos océanos, de Boston partían cargueros con 700 toneladas de hielo estibadas en serrín. Mientras que en la travesía, doblando el furioso cabo de Hornos, sólo se derretían cien, 400 se volvían agua en el tránsito de tres kilómetros entre el muelle y el almacén de hielo de Ciudad de Panamá. A pesar del estrago, las 200 toneladas restantes hacían el viaje rentable: por la demanda y porque la libra (medio kilo de hielo) costaba la friolera de 50 centavos.
Desde que Vasco Núñez de Balboa se convirtiera en el primer occidental que contempló el Pacífico (un barrizal: la marea estaba baja), la idea de abrir brecha a los navíos por la cinturilla de América desató sueños de codicia y genio. Lo relata de forma impecable el historiador estadounidense David McCullough en «Un camino entre dos mares. La creación del Canal de Panamá», acaso la mejor introducción a un país que no disfruta en el imaginario de los viajeros españoles del mismo rango que Guatemala, Costa Rica o Nicaragua, pese a que atesora muchos merecimientos.
De la conversación con José Antonio Mock, propietario del tambucho Digno es el Señor, en la Zona Libre de Colón, o con Ariel, guía del Parque Nacional Soberanía, con licenciados o mendigos, tenderos o boxeadores se colige que el panameño no es un pueblo rencoroso, y se desempeña con dulzura sin empalago ni servilismo. El reproche no aflora a sus labios ni a cuenta de los españoles que les «descubrieron» ni de los «gringos» que, además de «colonizarles», les invadieron: la última vez en 1989, para deponer a Manuel Antonio Noriega, ex agente de la CIA reconvertido en presidente y narcotráficante. Fueron los «americanos» quienes compraron el canal a los franceses, lo terminaron y explotaron durante el siglo XX. Quizá por eso buena parte de la población se desenvuelve con igual soltura en un español de antología y un inglés de Mark Twain. Un bilingüismo propicio para hacer negocios.
La región del istmo
Fundada en 1519 por el que fuera gobernador de Castilla del Oro (la región del istmo), un tipo pendenciero llamado Pedro Arias de Ávila («Pedrairas»), sería reducida a escombros siglo y medio más tarde por el bucanero británico sir Henry Morgan. El actual Casco Viejo muestra donde se volvió a levantar la Ciudad de Panamá. Hoy duelen los contrastes: frente a la catedral, hace casi tantas décadas como un siglo que el hotel Central es una fachada hueca; frente al primoroso Ministerio de la Vivienda se desmorona una finca entera; junto a casa del ministro de Turismo, el cantante Ruben Blades, la ruina suena. La misma vieja aduana se ríe de la realidad con una chimenea de la que brota un árbol. Claro que acaso lo explique todo que el Ministerio de Justicia y el Teatro Nacional compartan el mismo palacio colonial. El Casco Viejo se reconstruye con la lentitud de un buey transplantado al trópico, mientras el centro de la nueva Ciudad de Panamá, El Cangrejo y Bella Vista, atravesado por Vía España, y la península de Paitilla, ve multiplicarse rascacielos como un híbrido de Shanghai y Nueva York. Pero la selva acecha desde el cerro Ancón y el Parque Natural Metropolitano.
Basta con internarse en parajes como el Parque Nacional Soberanía, que hasta no hace ni una década era campo de maniobras del Ejército estadounidense (en el país del istmo tenía su domicilio la siniestra Escuela de las Américas). Localizado en Gamboa, es fácil adentrarse en la espesura de este bosque tropical húmedo gracias a un teleférico, fabricado en Suiza y silencioso como un reptil. Desde la cesta se puede contemplar, de cerca y en su salsa, al mono aullador, al ensimismado perezoso, a la iguana encaramada en copas inverosímiles, mariposas, insectos... toda la lujuria vegetal coronada por la orquídea. Si para quienes se han zafado de la miseria Panamá puede semejar un edén, las 940 especies de aves la nombran república reina de la biodiversidad centroamericana.
Y de la selva al mar. Es en el archipiélago caribeño de Bocas del Toro adonde hay que volar antes de que la codicia enturbie el agua. Una empresa estadounidense acaba de recibir el último sello para levantar un hotel de siete pisos (en una archipiélago donde casas, hoteles y cabañas jamás se alzan más de dos plantas de madera, cemento y paja). La inversión supera los mil millones de dólares, y muchos isleños quieren su tajada. Y eso que aquí es donde más verdadero es Panamá: así llamaban los indios cueva al «lugar de muchos pescados». El aire manso oscila entre Costa Rica y Jamaica, pero con aroma propio, con playas tan afrodisíacas como la de las Estrellas, de aguas tan límpidas que el vértigo es el de no regresar jamás a la «civilización» que dejamos atrás, perdidos entre manglares, ensenadas donde se mecen delfines, corales y cardúmenes, y aguas cálidas, pero no caldosas, con hoteles asequibles como el Bahía o exlusivos como los palafitos de Punta Caracol.
Piratas de otra era, como Drake, atraído como Morgan por el oro que se amontonaba en las aduanas, saqueó e incendió Portobelo. Con su Cristo Negro y sus congos (negros cimarrones que recrean tradiciones y cantos africanos), y vestigios de fuertes como el de Santiago o el de San Fernando siguen «vigilando» la misma lámina de agua que deslumbró al almirante: una bahía que al atardecer quita el aliento y donde los mástiles de los yates fondeados parecen estar esperando por un Turner que los caligrafíe. El pueblo es hermoso y pobre. Como el país, que aprende a duras penas a ser rico. La desigualdad crece, como salta a la vista en la depauperada Colón, que en sus casas despintadas y carcomidas, en muchis ociosos y olores, trae reminiscencias de La Habana. No se concibe cómo la pujante Zona Libre (donde operan más de 2.000 empresas, muchas en manos de comerciantes árabes) o el mismo canal que tantos dividendos proporciona no ha permitido a Colón zafarse de su mala estampa, lavar su fama. Se quejan del olvido los vecinos de la bahía de Limón, en el Atlántico, sala de espera de los buques que enfilan el canal.
La historia pesa
Todo pago se hace en dólares, no en vano aunque la moneda nacional se llame balboa (como la mejor cerveza) y exista en forma de monedas, no circula más papel moneda que el dólar americano. Y como deporte rey, el béisbol. Como en tiempos de los «conquistadores», fue el oro descubierto en California el catalizador de una fiebre que llevó a miles de aventureros a través del istmo: preferían ese camino a dar la vuelta al continente o fajarse con los pieles rojas. Antes de aprobar por mayoría la ampliación del canal, Panamá ya había experimentado gracias a sus franquicias fiscales un «boom» financiero e inmobiliario que ha alterado la faz de Ciudad de Panamá.
Los más de cinco mil millones de dólares que se invertirán en hacer más profundos los accesos del Pacífico y el Atlántico, ensanchar y ahondar los canales de navegación tanto del lago Gatún como del corte Culebra, la construcción de dos nuevos juegos de esclusas que reutilizarán el 60 por ciento del agua empleada en cada tránsito («la novial del canal es la lluvia») y que darán la bienvenida a los «post-Panamax», buques de hasta 55 metros de manga (ancho; frente a los 33 de ahora) y 400 metros de eslora (frente a los 305 metros de ahora),y la elevación del lago Gatún a su nivel operacional máximo, serán un banderín para inversores, ingenieros, operarios, aprovechados y turistas. Se espera que el nuevo hito esté concluido «a más tardar» en 2014.
Los panameños demostraron que eran infundados los augurios de que con la recuperación de la soberanía sobre todo el territorio nacional a fines de 1999, en cumplimento de los acuerdos Carter-Torrijos, el canal se oxidaría y una de la arterias del comercio mundial entraría en bancarrota. Todo lo contrario: los 14.000 navíos que lo surcan cada año son la principal fuente de ingresos para el tesoro panameño. Si contemplar el funcionamiento de las actuales esclusas resulta un espectáculo prodigioso (con sus locomotoras o mulas canaleras que operan 24 horas al día los 365 días del año), especialmente en Miraflores, donde un museo que habla y guías elocuentes celebran una de las grandes conquistas de la ingeniería para mejorar el mundo, la estabilidad de la república parece incuestionable. Ni siquiera tiene ejército. Aunque sólo por el canal ya merecería la visita, Portobelo, el Parque Nacional Soberanía, Bocas del Toro, Darién, la Ciudad de Panamá... son toda una invitación a seguir los pasos de Núñez de Balboa, por ejemplo yendo desde la capital hasta Colón en tren y regresando a Ciudad de Panamá en barco, por el hilo del canal. Un país al que volver. Tahiris Aranda, y su hija Keiti, en el pobre y bello Portobelo.