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El miedo en política

Recordaba ayer un periódico de la capital del reino que Al Gore dividía a los políticos en dos grandes grupos: los que buscan el voto a través del miedo y los que lo consiguen inspirando confianza. Esta dicotomía tiene sin duda una dimensión trascendente ya que el miedo, lo irracional, es el gran nutriente de las etapas autoritarias. De hecho, en una de las muchas reuniones que mantuvieron durante la II guerra mundial, Churchill y Roosevelt sentaron las bases de la democracia de posguerra y en su declaración sobre «las cuatro libertades», enumeraron entre ellas «la liberación del miedo». Con todo, no parece razonable que, en estas vísperas electorales, cedamos a la tentación de la ampulosidad y la exageración: el 9-M no está en juego la democracia y sí lo están la manera y el estilo de gobernar.

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Pero tampoco resultaría legítimo que incurriéramos en maniqueas simplificaciones: ni el miedo es la artimaña estructural de la derecha, como insinúan algunos, ni la esperanza el monopolio de la izquierda. Todo es bastante más complejo, aunque haya que reconocer que estas pulsiones son motores potentes del proselitismo político.

En realidad, en una democracia madura como la nuestra, lo exigible y legítimo es el predominio de la racionalidad en los discursos y en la exhibición de los argumentos. Los ciudadanos, que tenemos plena capacidad de autodeterminarnos democráticamente, estamos en condiciones de optar entre todas las ofertas a favor de la que racionalmente nos ofrezca un futuro más acorde con nuestros objetivos y nuestros valores. Y, sin embargo, sería ingenuo mantener que el miedo que se nos infunde desde fuera no influye en nuestras decisiones. Es el miedo a la libertad, que genera, según Erich Fromm, algunos mecanismos de evasión que resultan de la inseguridad del individuo aislado: el autoritarismo, la destructividad y la conformidad automática.

Los miedos principales que actúan en política y que los diferente actores estimulan o reducen a su conveniencia son de varias clases. El principal, es el ancestral miedo al otro, que tiene varias vertientes. Se teme, por ejemplo, al extranjero, al inmigrante en nuestro caso, que podría competir con nosotros y desplazarnos, arrebatarnos el puesto de trabajo, la instalación y, en el extremo, incluso la cultura. En la Europa de la posguerra europea, oscuros nacionalismos ultraconservadores han hecho fortuna explotando estos temores. Le Pen en Francia es quizá el paradigma de la explotación inicua de este temor a la invasión de los foráneos.

Pero este miedo al otro puede también desarrollarse como oposición al cambio, como negación a la posibilidad de ampliar horizontes. Han explotado históricamente este resorte tanto la derecha como la izquierda. Las sociedades aburguesadas, más o menos opulentas, tienen una considerable inercia que se traduce en resistencia a la evolución, a la modernización de cualquier signo, a experimentar cualquier propuesta que tenga visos de aventura... Estas sociedades amedrentadas por diversos motivos son fácilmente manejables si quien las manipula tiene suficiente capacidad de presión psicológica.

Existe finalmente otro miedo irracional, que se vincula a la trascendencia y que se estructura mediante las creencias religiosas. Quienes consiguen introducirse en los resquicios de la credulidad social para extender un dogma basado en el premio y el castigo adquieren una capacidad de influencia sobrecogedora. Es el caso del islamismo: la fanatización de las muchedumbres crédulas y desorientadas con la promesa de una redención sublime capaz de resarcir de los padecimientos de este mundo es capaz de movilizar un terrorismo ciego y destructor. A otros niveles culturales y en otros ámbitos ideológicos, la confusión entre religión y política produce asimismo estragos: la democracia se basa en la convicción sincera de que el adversario puede tener razón, por lo que es justo permitir que exponga sus argumento y valorarlos, de manera que quienes están tan seguros de su Verdad revelada que son incapaces de dudar, son también incapaces de convivir democráticamente.

Estamos a las puertas de una importante consulta en la que nos jugamos el signo y el tono del gobierno en los próximos cuatro años. Y muchos pensamos que la decisión ha de adoptarse razonablemente, sin dar cabida al miedo en nuestro fuero interno. Más arriba quedan someramente descritas las trampas con que tendremos que enfrentarnos.