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En la Trinchera | Estudiar no es bueno, por Daniel Pérez

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A ver cómo le explico a mi primo que son las normas básicas del asunto, que no hay más vuelta de hoja, y que ya puede ir untándoselo de cremita por las mañanas porque van a dejarle el culo como el parking del Mamelón.

De entrada, el pobre iluso todavía piensa que acabar una carrera sirve de algo. Sus padres, la tele, algunos maestros y yo nos habíamos puesto de acuerdo para engañarlo vilmente, robarle horas de ocio y de sueño, y convencerlo de que en el futuro le sería más provechoso saber quién carajo era Carlos IV o cómo se construye una frase legible, que machacarse el cerebelo matando marcianitos en esa máquina de hacer imbéciles que se llama Playstation. Después lo persuadimos de que los vagos y los inútiles acaban siempre jodidos por sus propias limitaciones, tristemente amargados en sus trabajos de mierda, y que la falta de viruta para pagarle masters, boñigas y otros enchufes excrementales habría de compensarla sudando el triple, con mucho esfuerzo e igual cantidad de cojones, que son las únicas herramientas que tienen los pobres para encarar la vida de frente, sin agachar la barbilla.

Y mi primo, crédulo como un corderito, hizo lo que tenía que hacer. Se dejó las pestañas en los libros de texto, dobló turno en el Mcdonald’s para suplir la porquería que le pagaban en unas prácticas al uso, acabó Derecho –casi doblado– y entró en la plantilla de una conocida empresa de telefonía, donde se parte los cuernos como el primero para cobrar lo mismo que el último. «¿Cuándo empieza lo bueno?», me pregunta. «¿Cuándo llegará la recompensa?», insiste, con el candor propio de sus 24 años. Y yo trago saliva y pienso: «A ver cómo se lo explico». ¿Alguna idea?