LA GLORIETA

Rombos en los toros

U sted y yo sabemos que la cultura de un pueblo es la herencia que los siglos dejaron a los únicos descendientes vivos de ese grupo humano. Que viene a ser lo mismo que decir que a los que están vivos y aún no se los ha llevado la insobornable. Pues resulta que la cosa taurina es una de ésas que nos viene de antiguo. Usted sabe más que yo de estas cosas, pero los griegos de Creta ya le hacían recortes a los toros cuando Sócrates enseñaba cuando iba de camino a por unos chocos para la comida. Y no sólo por estos lares se ha seguido cultivando la pelea a muerte con el animal. También se estila en gran parte de Hispanoamérica, en Portugal -aunque la res no muere en las plazas ibéricas más occidentales- y en Francia. El presidente francés, Nicolás Sarkozy, es tan devoto de las corridas como de la que ya es su señora, Carla Bruni, pero dice que estudiará la prohibición de que los menores de 16 años accedan a los cosos.

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No sería el único lugar en el que un padre no puede asistir a una faena torera acompañado de su más tierna prole. El Gobierno catalán, que bien sabe lo que le conviene a sus ciudadanos, tomó esta misma medida para los menores de 14 años. La Monumental de Barcelona es una plaza con un rombo. Y tampoco, porque los padres eran los que tenían la última palabra a la hora de permitir que sus hijos se deleitaran con las persecuciones de Benny Hill con señoras en paños menores -y estas inglesas no gastaban enaguas, como bien recuerda usted-. La más rancia reacción, vestida con harapos de pseudoprogresía, olisquea las aficiones que un padre quiera compartir con sus hijos. Es la censura del preacontecimiento, evitar el nacimiento que deviene en conducta.