Cádiz 2012 ELEMENTOS PARA UN DEBATE

La dimensión política del Bicentenario

A tenor de lo que se lee, oye y ve en torno a la conmemoración de 1812, uno no puede evitar que le embargue cierta sensación de estar fuera de onda al traer a colación la posibilidad de que pudiera aún hacerse realidad, más allá de las buenas intenciones y más acá de las grandes declaraciones, un currículo pedagógico -sistemático, intencional, sostenido, explícito-, para el Bicentenario. De hecho, las cualificadas voces en este sentido de los profesores Alberto Ramos y Francisco Vázquez, ambos de la Universidad de Cádiz, incluyendo también las propuestas del Grupo de Investigación sobre las Cortes de Cádiz (por citar a quienes más explícitamente se han referido a la dimensión pedagógica de la conmemoración), parece que van a tener como ingrata respuesta la indiferencia general.

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Si uno de los sentidos fundamentales del Bicentenario podría residir, en palabras de Francisco Vázquez, en «estimular el compromiso activo con los valores y hábitos de la democracia»; si una línea de actuación preferente, según opinión de Alberto Ramos, debería consistir en desarrollar el programa de Educación en Libertad elaborado por el mencionado Grupo de Investigación; si, en definitiva, la dimensión pedagógica de la conmemoración debiera ser, como muchos creemos, el eje fundamental alrededor del cual girasen las distintas actividades, programas y propuestas del Bicentenario, la realidad real que -hasta hoy-, se despliega ante nuestra vista no parece que vaya a coincidir con tales expectativas. Parece más bien un ejercicio de realismo pensar que la dimensión pedagógica va a estar ausente (o en todo caso, infradimensionada y tergiversada), del conjunto de actividades relacionadas con la conmemoración.

Sin embargo, a nadie debe extrañar que las cosas transcurran como parece que van a transcurrir. Aunque sean pocas las voces que insisten en subrayarlo, la realidad que subyace a la conmemoración, lo que le da un sentido no defectivo, fuerte, es la política. La promulgación de una Constitución es -produce cierto rubor enunciarlo a estas alturas-, un hecho eminentemente político. Es, nada menos, que la habilitación de un espacio público privilegiado: el espacio donde es posible la deliberación, el consenso (también el disenso) y, en consecuencia, un espacio eminentemente educativo y educador, en la medida en que nos permite la posibilidad de hacernos mejores en civismo. Esta concepción de la Constitución, de cualquier Constitución, hace referencia a una realidad dinámica, viva, en cuyo marco los individuos-ciudadanos interactúan privilegiando ese espacio intersubjetivo (entre sujetos) que, según Hannah Arendt, constituye el ámbito político por antonomasia.

Es precisamente la necesidad de hacer un buen uso de ese espacio lo que reclama como indispensable el concurso de una pedagogía política, aunque sólo sea con el Bicentenario como pretexto. Y ello porque la actual realidad de nuestras democracias nos está mostrando la vigencia de aquella conocida advertencia que ya Benjamín Constant nos hacía en el siglo XIX respecto a ciertas concepciones restringidas (y restrictivas) del constitucionalismo: «El peligro de la libertad moderna es que, absortos en el disfrute de nuestra independencia privada y en la prosecución de nuestros intereses particulares, renunciemos demasiado fácilmente a nuestro derecho de compartir el poder político».

Porque otra cosa es que se quieran considerar las constituciones como meros contratos en los que se especifican las cláusulas de actuación de una especie de Leviatán legaliforme garante de status quo no siempre simétricos, un texto contractual a veces más legitimador que legítimo. Según esta concepción débil de lo que representa una Constitución, con la promulgación del texto constitucional la tarea política estaría ya hecha, quedando el camino convenientemente asfaltado para el despegue y desarrollo de meras actuaciones fundamentalmente mercantiles, económicas, administrativas, promocionales, gestoras ¿Hace falta manifestar expresamente la sospecha de que en una concepción de este tipo puede estar el origen de la desafección política que caracteriza a las democracias actuales?

Por todo ello, porque es la política el insoslayable centro de interés que lo justifica, o debería justificarlo, el Bicentenario constituirá un indudable éxito (puede que tampoco venga mal, por otra parte), de todo eso que, aun siendo parte constitutiva de la política, no es genuinamente ella misma, pero que se anuncia como tal: promoción de la ciudad, fomento de las economías locales, ocasión para la restauración del patrimonio arquitectónico, potenciación de la industria turística , etc. Porque no es que la política -me temo- vaya a ser ignorada, sino, algo peor: es que se la va a hacer pasar -una vez más- por lo que ella no es. Un trabajo alquímico al que los tiempos que corren nos tienen acostumbrados. Y un factor des-educativo, uno más, que contará irremediablemente en el deber del Bicentenario como generador de números rojos en términos de patrimonio cívico.

¿Por qué aquellas iniciativas económicas, administrativas, gestoras, se sirven de la ocasión (la política de la ocasionalidad, del evento, de la eventualidad) para materializarse, en lugar de regirse por el normal desarrollo de programas y calendarios de gestión y administración? ¿En virtud de qué intereses o ignorancias se convierte la conmemoración de un hecho político (como es el Doce), en una mera ocasión para acordar inversiones económicas, para impulsar medidas promocionales de iconos turísticos, para operaciones de restauración arquitectónica, para, en definitiva, hacer lo que debió hacerse sin alharacas ni fuegos de artificio? ¿Por qué ha terminado por arraigar entre nosotros la idea de que la política es gestión y nada más que gestión?

Empiezan ya a ser sospechosas estas recurrentes maneras de «poner en valor» (infeliz expresión) conmemoraciones y centenarios. Entre otras cosas, porque se devalúan los auténticos valores que pudieran inspirar la celebración de dichas ocasiones. Y también porque, en el caso concreto del Bicentenario, se difunde la idea -antipedagógica-, de que la política es eso y nada más que eso. Suponiendo que el Bicentenario, en los términos y maneras en que está siendo concebido, constituya un éxito, ¿en qué medida contribuirá a la despolitización de la política?