Beberse el Prado
La Fundación para la Cultura del Vino organiza visitas al Museo del Prado que sirven para documentar la presencia de viñas, uvas y caldos en el mejor arte de todos los tiempos
Actualizado: GuardarEl Museo del Prado es un pozo sin fondo. Una imagen bastante ramplona, sí, y no está al nivel de semejante pinacoteca pero no se cuál se ajusta mejor a la certeza de que sus salas son inagotables incluso para el visitante más contumaz. El Prado se puede abordar de muchas formas. Si dejemos a un lado las grandes palabras -Arte, Belleza, Maestros-, que nos sobrecogen con razón, el museo es territorio para organizar cacerías tras los más variados motivos y en ello se apoyan las sucesivas exposiciones monográficas.
Pero en cualquier momento, cada uno puede inventar su propio recorrido a impulso de aficiones y fantasías, zigzagueando, subiendo y bajando escaleras, en busca de encajes y tejidos magníficos, de joyas y orfebrería, de peinados y adornos, de mobiliario y elementos de cocina. Hay caballos y fieras, hay criaturas fantásticas, mascotas domésticas, la naturaleza en todo su esplendor, paisajes, flores, amaneceres y noches radiantes. Hay batallas y muertes, un gore que enloquecería a los fans del género, palacios, estancias, mármoles arruinados. Hay todo un menú de frutas y verduras, hay caza, hay peces, empanadas, rosquillas, pasteles. Hay ángeles y diablos, propaganda política, rigor cortesano, intrigas, oficios plebeyos, fiestas campesinas, ruido de taberna, bacanales. Y, claro, hay vino. Encerrado en botellas de cristal, servido en pocillos de barro, simbólico, sagrado, festivo, bebido con elegancia o trasegado hasta la cirrosis.
Un trago con Velázquez
Es natural que la Fundación del Vino se haya decidido, a la hora de ampliar sus actividades culturales, por establecer visitas al Museo del Prado y analizar la relación entre las pinturas que guarda y el vino tan enraizado en nuestra cultura. La primera ha tenido lugar la semana pasada, como presentación de lo que vendrá, y para un grupo de bodegueros y especialistas. Por un Prado silencioso y mágicamente vacío los visitantes se dividieron en grupos, capitaneados en cada caso por un experto del museo. En la «carta» de cuadros elegidos para esta temporada no están todos los que llegan a contemplarse porque los guías -de auténtico lujo- no pueden evitar detenerse ante otras muchas obras que surgen en el camino, como no evitan hacer un alto -es la genuflexión en un templo- al cruzar frente a Las Meninas de Velázquez, pasar cerca de su Venus del espejo, invitada de la pinacoteca estos meses, o encontrarse con las Majas de Goya y toda su historia (la verdadera es más atractiva que la falsa).
Vínculo liquido
El vino liga periodos y estilos, aparece en manos de la Templanza en medio del oro gótico o se derrama en imágenes barrocas. El contenido simbólico cambia, pero son tan reconocibles sus elementos que los visitantes de esta ocasión, al fin y al cabo del «ramo», discuten sobre las variedades de uvas ante el «Bodegón con dos racimos» de Juan Fernández «el Labrador», pintoresco artista del XVII, todo un «crack» en sus manías, o en el «Bodegón con cardo, francolín, uvas y lirios» de Felipe Ramírez... También hay un debate en voz baja cuando se trata de la calidad de los vinos: el color de algunos es hermoso, en otros parece más turbio. Cosas de la técnica de elaboración de entonces. El refinamiento de copas y escanciadores de cristal apunta a las mesas nobles o ricas, mientras que la loza -o un cristal más basto, avanzados los siglos- se reserva para la gente común, esa que disfruta en «La merienda» de Goya -donde aguan el vino áspero del momento- o, antes, en la «Fiesta Campestre» o en «El Rey bebe», ambos de Teniers...
Secretamente muchos nos llevaríamos los museos a casa, pero, realistas, sólo robamos mentalmente las piezas que caben en nuestras escuetas paredes: en este recorrido la honradez se pone a prueba con todos y cada uno de los sentidos pintados por Jan Brueghel y especialmente con los fantásticos bodegones de Clara Peeters, Osias Beert, Van der Hamen... La elegante «Vendimia» de Goya, algo más grande, queda fuera de esta rapiña, qué remedio. «La bacanal de los andrios» dará para una interesante clase sobre cómo los grandes aprendían, ávidos, los unos de los otros.
El recorrido no se cierra con «El triunfo de Baco o los Borrachos» de Velázquez, pero podría, porque es algo que se funde con la retina: ese trazo indiscutible, la mirada sin concesiones sobre dioses y mortales, un dejo sevillano en la forma de alzar una copa y el alma ambivalente del vino... El caso es que en el Prado lo explican mejor.