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Opinión

Los Lugares Marcados | Ratón de biblioteca, por Josefa Parra

Hace unos días he acabado de leer una novela que un atento amigo me había regalado estas navidades. El muy recomendable libro, de Sam Savage, se titula Firmin y es una magnífica fábula sobre los efectos -más o menos benéficos, pero siempre extraordinarios- de la literatura y sobre la superación de nuestras limitaciones. En él el protagonista -una rata; no un rata en el sentido figurado, sino una rata, en el sentido zoológico: rattus norvegicus, vulgarmente rata de alcantarilla), a base de roer y masticar las páginas de los libros que encuentra en el sótano de la librería donde viene a nacer, acaba aficionándose a las letras e inficionándose -antigua y hermosa palabra que uso aquí en su acepción menos vil de envenenarse- por ellas, hasta el punto de convertirse en lector empedernido y abandonar las costumbres habituales de un animal de su especie.

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La rata Firmin es el prototipo de quienes han sido capaces de imaginar, a través del arte, de los sueños o de los libros, una vida mejor, o más verdadera, o más amplia. De quienes han logrado mirar el mundo a través de los cristales cambiantes y multicolores de la literatura. Y, sin ser por ello necesariamente más felices, sí que son más aptos para vivir intensamente la felicidad cuando ésta llega. Y la tristeza. Y el éxito. Y el amor. Y el abandono. Con toda seriedad, creo que quien lee -y disfruta de la lectura- está más preparado para ahondar en cada una de las experiencias, buenas o malas, que le depare la vida, para disfrutarlas, para sacarles el jugo.

Una rata que lee y que ama, que sueña y que sufre. Fíjense qué héroe tan extraño y tan poco ortodoxo. Pero hasta eso es capaz de hacer la buena literatura: transformar a un ratón de biblioteca -por suavizar lo de rata de alcantarilla- en el animoso y admirable protagonista de una historia