Pasión y muerte en el Severo Ochoa
La Audiencia Provincial de Madrid ha zanjado definitivamente el supuesto caso de las sedaciones irregulares en el Hospital público Severo Ochoa de la capital española. Y lo ha hecho con una reseñable contundencia pues, en la sentencia definitiva, no sólo ha confirmado el archivo de la causa dictado en primera instancia sino que ha obligado también a eliminar las referencias a la «mala praxis» de la sentencia anterior. En definitiva, el prestigio profesional y el honor personal del equipo médico de urgencias de dicho hospital encabezado por el doctor Luis Montes han quedado total y absolutamente restituidos. Pero, por razones obvias, el escándalo, que ha tenido graves repercusiones en varios sentidos, no puede darse ni mucho menos por cerrado. Y de él han de desprenderse inexorablemente serias responsabilidades políticas.
Actualizado: GuardarEfectivamente, el caso fue imprudentemente abierto en 2005 por el entonces consejero de Sanidad de la Comunidad de Madrid, Manuel Lamela, quien llevó al juzgado una denuncia anónima contra el servicio de urgencias del Severo Ochoa que hablaba de 400 casos de «eutanasia activa».
Además, Lamela no se limitó a dar traslado de aquella información sino que le concedió crédito toda vez que destituyó, primero provisional y después definitivamente, al doctor Montes, jefe del servicio. Es claro que si, contra lo que parece lógico en un Estado de Derecho, un dirigente político asume una denuncia anónima, se hace responsable, penal y políticamente, de ella. Las consecuencias de aquella arbitrariedad han sido terribles.
En primer lugar, se ha condenado al equipo médico señalado por el infundio a un calvario moral y profesional que ha durado tres años. En segundo lugar, el surgimiento del fantasma de las «sedaciones irregulares», supuestos homicidios perseguibles penalmente, generó una amenaza subjetiva a todos los profesionales médicos del Estado español, que se vieron obligados a revisar sus protocolos; ello ha podido generar padecimientos adicionales a más de 300.000 enfermos terminales, que se han visto privados del tratamiento paliativo que hubiese aliviado su dolor. En tercer lugar, es evidente que el escándalo ha debilitado el prestigio de la sanidad pública, tocada en una de sus líneas más delicadas de flotación.
Así las cosas, es perfectamente comprensible que los médicos injustamente acusados de gravísimos delitos profesionales inexistentes por un responsable político que, prestando oídos a una calumnia anónima, los acusó ante los Tribunales y los destituyó de su cargo, exijan un resarcimiento personal. La Justicia será sensible, si duda, a esta demanda y castigará probablemente al mismo tiempo a quienes con tanta frivolidad han interpuesto una denuncia falsa. Pero, además, este escándalo no es -no puede ser-, políticamente inocuo. El instigador del drama, Manuel Lamela, ya no es consejero de Sanidad pero sí miembro del Gobierno de la Comunidad de Madrid. Y no parece razonable que quien ha demostrado tan enfermiza audacia y tanto arrojo suicida siga ejerciendo una responsabilidad pública en este mismo ámbito y bajo la misma presidencia. Esperanza Aguirre, una mujer de sólidas convicciones liberales y de gran capacidad resolutiva, conoce sin duda las reglas tácitas de la democracia parlamentaria, unos regímenes basados en sutiles equilibrios en los que quien cometa un abultado error político ha de pagarlo con su dimisión o destitución. El actual consejero de Sanidad, Güemes, ha manifestado que no va a reponer al doctor Montes en el cargo del que fue fulminantemente destituido con pretextos falaces. Está en su derecho, jurídicamente, pero este rapto de arrogancia es un error más que se acumula a una penosa historia que, por supuesto, dejará secuelas. La opinión pública de este país tiene un fino olfato y detecta a la perfección dónde concluye la voluntad de servicio público y donde comienza el abuso de poder.