En cuarentena
La juventud, esa extraña enfermedad a la que sólo los años ponen remedio, se ha hecho resistente al tratamiento. Los cuarenta, que hasta hace una generación eran sinónimo de madurez, de asentamiento y de cordura, se nos presentan ahora como una prolongación de la edad dorada en la que todavía se pueden hacer planes a largo plazo, en la que todavía se pospone la paternidad, en la que todavía se firman largas hipotecas, en la que todavía es posible equivocarse y rectificar. El manido carpe diem empieza a pasar factura.
Actualizado: GuardarForma parte de esta educación sentimental que hemos recibido en la que no se puede llamar a las cosas por su nombre. Inmadurez, se llamaba antes a lo que ahora es el síndrome de Peter Pan, inconsciencia a lo que ahora es lógico, irresponsabilidad a lo que hoy consideramos normal. Incluso los términos cuarentón y cuarentona se nos antojan malsonantes y ya hay quien pretende que la Academia lo cambie por cuarentañero, lo que no deja de ser un eufemismo. Lo mejor siempre está por venir, nos dicen hombres y mujeres que han pasado el ecuador de la esperanza de vida y siguen pensando que la balanza del tiempo se inclina a su favor.
Hay un tiempo para cada cosa, decía el Eclesiastés. Y a los cuarenta, cuando ya no somos jóvenes, sino de mediana edad ya es tiempo de hacer un primer balance, es tiempo de ver de dónde venimos y de detenerse a estudiar el terreno hacia el que vamos, asumir lo que somos y dar por perdida alguna batalla. Es una edad para la estrategia, para jugar en serio y dejar los ensayos. La vida, la de verdad, la que no tiene airbags, la que pasa en un soplo, empieza a los cuarenta.
Nuestro príncipe los cumple hoy. El mío, cumple mañana cuarenta y cuatro. Será por felicitar.