«Volvería al orfanato»
Carmen Rabaneda vivió hace cincuenta años en el hogar de acogida de las Filipenses, en Puerto real, en el que un menor provocó un incendio hace unos días
Actualizado: GuardarEl orfanato Virgen del Rosario de las hermanas Filipenses forma parte del paisaje urbano de Puerto Real. Es un trozo de su historia. Este hogar de acogida lleva abierto más de cincuenta años y es el refugio de los niños más desamparados. Al principio, las hermanas sólo acogían a niñas huérfanas y a los hijos de aquellas familias que no tenían recursos para mantenerlos.
El orfanato fue noticia hace una semana por un incendio. Uno de los internos prendió fuego a la habitación de un compañero. Era la primera vez que las religiosas tenían un problema tan serio con uno de sus niños. El presunto autor del fuego y otro menor han sido trasladados a otro centro, mientras que la Junta trata ahora de arreglar los daños.
Una de las primeras niñas que entraron en la casa de acogida, a finales de los años cincuenta, es Carmen Rabaneda que, a sus 72 años, cuenta las vivencias de aquellos días. Tenía entonces 11 años cuando fue entregada a las madres Filipenses en un orfanato de Málaga. A los pocos meses llegó a Puerto Real. «Mi padre murió con 39 años y mi madre no podía mantener a los cinco hijos». Esta situación familiar fue la que llevó a Carmen a ingresar en el hogar que tenían las Filipenses a pocas manzanas de su casa en Málaga, lo que le permitía ver a su familia y ser mantenida por las monjas.
A los pocos meses, la congregación compró el inmueble en el que se encuentra el orfanato de Puerto Real y Carmen, junto a cuatro compañeras y cinco religiosas, hizo las maletas y se mudó al nuevo hogar de la Bahía. «Cuando llegamos, la casa parecía un corral revuelto, tuvimos que ayudar a las monjas a limpiarla y ordenarla entera», explica Carmen. Echando la vista atrás, Carmen recuerda aquellos tiempos «tan duros» en los que las internas tenían que trabajar para sobrevivir. «Las hermanas no tenían dinero para mantener a las niñas y la madre superiora decía que mientras ella estuviera con nosotras no nos iba a faltar de nada», señala. Con apenas 12 años, Carmen, sus compañeras y las primeras monjas, sacaban el centro adelante a duras penas. Las religiosas daban clases de bordado, costura y planchaban para la calle para poder mantenerse. «Nosotras nos dividíamos por turnos para lavar la ropa y plancharla para la gente adinerada», explica.
Suelo de ladrillo
La vida de Carmen no tenía nada que ver con la que ahora se respira en la casa de las Filipenses. Carmen se levantaba a las dos de la madrugada para ordenar y planchar la ropa, cuando amanecía iba con las monjas al muelle para coger el carbón para guisar y luego repartía la colada con un cesto, casa por casa. No es comparable la vida de entonces con la de ahora: «Hoy todo es de mármol, antes el suelo era de ladrillos coloraos y había que limpiarlos con tierra y unos estropajos de cuerda que hacíamos nosotras», asegura. Carmen cuenta cómo en los ratos libres las monjas le enseñaban a leer, sumar y escribir. «La educación de antes era muy respetuosa, no decíamos que teníamos ganas de ir al servicio por no ofender a las hermanas», afirma.
A pesar de estos inicios tan complicados, esta anciana comenta que no tiene queja: «Gracias a Dios, no puedo hablar nada malo de mas monjas, el colegio ha sido mi casa durante muchos años, para mí han sido una bendición de Dios encontrarlas y estaría dispuesta a volver al orfanato». Carmen ha trasladado parte de estas valiosas vivencias a la educación de sus dos hijos.
El destino le deparó conocer a los 18 años a su marido, las permanentes reformas que hicieron las hermanas en el hogar de acogida trajeron consigo a varios operarios entre los que encontró al amor de su vida. «Muchas de las niñas se cortaban al ver a los hombres dentro del colegio, pero yo conocí al electricista que estaba haciendo la instalación y empecé a salir con él». Tras tres años de noviazgo, en los que Carmen comenzó a trabajar por su cuenta, se casó y dejó atrás el orfanato.
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