España desde América
Pocas cosas hay más iluminadoras para un observador que apartarse unos días de la realidad para contemplarla desde lejos con insólita perspectiva. En esta ocasión, quien firma estas líneas llega de un rápido periplo americano, norteamericano para más señas. Ocioso es decir que, desde aquellas tierras absortas estos días en sus originales elecciones primarias, nuestro país se ve, de un lado, diminuto en su concreción europea, pero también, de otro lado, gigantesco en su envergadura completa, que abarca el idioma, la cultura y la historia hispanoamericanos. Los vínculos son tan explícitos, las referencias tan constantes, la cercanía intelectual tan obvia que se adquiere, a poco que se viva aquella dinámica vorágine americana, una familiaridad innata que no es sino el reflejo de los viejos vínculos que perduran a pesar de la incuria, de la apatía y del desinterés.
Actualizado: GuardarObviamente, la visión desde lejos de esta peripecia preelectoral que nos zarandea estas semanas previas al 9-M, relativiza los acontecimientos y nos da la dimensión más aproximada de un rito que es más gozoso que vital, más rejuvenecedor que dramático. La nuestra es -ya- una vieja democracia que se renueva periódicamente una vez más, y lo grandioso del proceso no es quien gane y quien pierda sino que se celebre y que responda a la pacífica pero firme voluntad soberana del cuerpo social. Con todo, hoy liberaré al lector del monotema electoral puesto que quiero detenerme en otro asunto que entronca con la mencionada perspectiva.
Sucede que en las grandes urbes norteamericanas de raigambre hispana el consulado español convive -digámoslo así-, con numerosas representaciones regionales, en un número que en todas partes se aproxima progresivamente a 17, que es como se sabe el total de las comunidades autónomas formadas a partir de la Constitución española (más las dos ciudades autónomas, como es bien conocido). Y aunque nuestro servicio exterior va mejorando a ojos vista, con más presupuesto y más dotaciones, todavía no ha alcanzado ni la dimensión ni la velocidad de crucero que probablemente debería corresponder a la octava potencia económica del mundo, ni siquiera en aquellos lugares en los que, como es el caso, existen razones objetivas para intensificar la presencia oficial del Estado español, como acompañamiento a la instalación creciente de empresas españolas -el Banco de Santander tiene 400 empleados en su espléndida sede de Miami, pongamos por caso-, y como soporte a una familiaridad que va adquiriendo materialidad jurídica y por lo tanto burocrática: el Gobierno español ha dado recientemente facilidades para el reconocimiento de la nacionalidad a los nietos de nuestros emigrantes. Pues bien: lo que ocurre es que la representación oficial del Estado español es cuantitativa y cualitativamente inferior a la de la mayoría de las autonomías -Cataluña, País vasco, Andalucía, Madrid, sobre todo-, que poseen asombrosas y pobladas oficinas de representación. Ello produce una lógica distorsión de la imagen de España ante la sociedad de acogida, que no tiene por qué conocer con pormenor ni nuestro singular sistema de organización ni las rivalidades, en general absurdas, que se producen entre las autonomías y el Estado. Norteamérica es, precisamente, un ejemplo magnífico de descentralización federal, en el que cada nivel disfruta y ejerce unas competencias bien concretas y definidas sin polémicas ni conflictos.
En definitiva -y esto es lo que importa y lo que alarma-, el contribuyente español está sosteniendo, además de las representaciones diplomáticas que ejercen las funciones que les son propias, y que todavía deben ser potenciadas muy considerablemente para restañar del todo un antiguo déficit histórico, un conjunto de delegaciones regionales que desempeñan papeles poco tasados, seguramente eficaces en el terreno comercial y cultural pero probablemente redundantes entre sí y, por supuesto, desconectados de la diplomacia oficial. El particularismo nacionalista que se ejerce con desparpajo en el interior del país funciona también fuera, de forma que para las pequeñas taifas regionales en el extranjero -y también, por supuesto, en los territorios más hispanizados de los Estados Unidos-, las representaciones diplomáticas españolas son vistas como competidoras y no como el centro coordinador -federal- de una presencia que ha de canalizarse sobre todo mediante un vínculo de Estado a Estado.