Editorial

Detener el pánico

Las Bolsas mundiales se tiñeron ayer de negro en una jornada marcada por un hundimiento generalizado en las cotizaciones sólo comparable a los registrados tras el 'crack' de Wall Street de 1987, la crisis de los bonos asiáticos una década más tarde o los atentados del 11 de septiembre de 2001. El parqué español soportó la peor jornada en los últimos 20 años, con el Ibex cayendo hasta una cifra -el 7,54%- que sólo se había rebasado con motivo del golpe de Estado en Rusia que acabó con la presidencia de Gorbachov. Las negativas comparaciones no sólo permiten calibrar el alcance de la crisis financiera que ha sacudido en los últimos días a los mercados de valores internacionales, incapaces de recobrar la confianza imprescindible para contener las gravosas consecuencias que está acarreando el estallido de las hipotecas basura en Estados Unidos. También certifican que el pánico ante la eventual entrada en recesión de la economía norteamericana actúa en estos momentos como un motor mucho más poderoso que las actuaciones adoptadas por las instituciones monetarias y por los distintos gobiernos para tratar de contener el retroceso en los niveles de crecimiento.

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El desplome de las Bolsas pero, sobre todo, la prolongación de las turbulencias financieras y el peligroso contagio que están ejerciendo sobre la economía mundial certifican que ni las multimillonarias inyecciones de liquidez efectuadas por los bancos centrales, ni el plan excepcional de ayudas fiscales anunciado por la Administración Bush han servido para conseguir su objetivo fundamental. Esto es, insuflar confianza duradera en unos mercados que ven, desconcertados, cómo el exceso de riqueza y el dinamismo de la demanda en el período de bonanza más duradero de la historia reciente han camuflado una perniciosa inflación de activos financieros, que han comenzado a reventar provocando una inestabilidad globalizada. Es posible que los mercados logren remontar en breve un desmoronamiento al que el vicepresidente Solbes ha restado trascendencia, intentando enviar a los inversores y al conjunto de la ciudadanía un mensaje tranquilizador sobre la fortaleza de nuestra economía ante la desaceleración del crecimiento. Pero las instituciones económicas y monetarias deberían asumir que los discursos contemporizadores constituye hoy un frágil dique frente a noticias tan inquietantes como la caída bursátil y a unas previsiones económicas en declive, que han dejado en evidencia la ineficiencia de los mercados para impedir la extensión de una crisis tan focalizada como la de las hipotecas subprime. La constatación de que el miedo se ha apoderado del sistema financiero, amenazando el crédito bancario, obliga a las instituciones concernidas a adoptar medidas inmediatas -entre ellas, la aconsejable bajada de los tipos de interés- que insuflen seguridad sobre su compromiso para detener el creciente sentimiento de zozobra.