EN LA TRINCHERA

Cosas de perros

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i vecino tiene un cocker feo, gordo y remolón. Al filo de la medianoche, cuando los cuadros del proletariado apuran el último cigarro y se disponen a calentar la cama, esa bola de carne hinchada y babeante comienza a ladrar sin remedio. No falla. Durante dos o tres horas, el bicho muerde el aire, gruñe y aúlla, hasta que le falta el resuello o se cansa, y deja de joder al personal con su grosera serenata. Prácticamente en cada chalé del barrio hay un perro. La mayoría milita en la estirpe perversa y exterminable de las Ratas Peludas y Chillonas: caniches apijados que saltan como una alarma en cuanto alguien que no huele a perfume caro se les arrima a la puerta. Cada vez que un viandante pasea calle arriba, el concierto de los perros rata lo persigue como una sombra escandalosa. Acaban unos y empiezan otros. Se toman el relevo con una irritante sincronía. La aportación de estos seres a la existencia de sus amos es fundamentalmente estética. Si tienes casón con porche y piscina, un coche grande y casita de veraneo en El Puerto, no puedes permitir que la carencia de un caniche tocapelotas o de un cocker con espíritu de tenor te convierta en el elemento herético de la gran familia altoburguesa. Aunque luego -salvo loables excepciones-, jamás los saquen de excursión, ni jueguen con ellos los domingos, y terminen lamentando ese engorro insufrible 365 días al año. Pregunta: ¿Cuál es exactamente la utilidad de algo que se dedica a comer, cagar, ladrar a destiempo, husmear el trasero de sus congéneres y, a las primeras de cambio, lamerse las partes con complacencia? Respuesta: Ninguna. Pero la culpa no es suya. En el fondo, todos sabemos que los pobres animales se limitan a remedar, lo más fielmente posible, el modo de vida de sus dueños.