Bobby Fischer ya descansa
A los 64 años -los mismos que casillas tiene el tablero-, solo con su genio y su tormento, el mítico ajedrecista de Chicago murió ayer en Reikiavik
Actualizado: GuardarAl final, ha tenido que ser así. Víctima de una insuficiencia renal aguda, Bobby Fischer, sin duda el ajedrecista más carismático y genial de todos los tiempos, falleció ayer en Reikiavik (Islandia) a los 64 años; tantos como casillas tiene un tablero de ajedrez. Ni más ni menos: 64 escaques cuya dimensión y secretos este estadounidense de Chicago, nacionalizado islandés, comprendió y desveló como nadie. Lo cierto es que su genialidad ha podido con todo; incluso con la profunda lástima que provocó en las últimas décadas de su vida.
Como ocurre tantas veces, la vida de Bobby Fischer se escribió en su infancia. Nació en Chicago en 1943 y sufrió una infancia de miseria y privaciones. Su madre, Regina, de origen judío, era una mujer culta y políglota que había vivido cinco años en Moscú. A su padre no lo llegó a conocer pues le abandonó cuando sólo tenía dos años.
Fischer aprendió a jugar al ajedrez a los seis años. El juego de los 64 escaques supuso para él una liberación. Era fácil de entender. ¿Qué mejor descubrimiento para un niño sin padre conocido, solitario, hosco y de una inteligencia prodigiosa que un reto mental como el ajedrez? Su entrega al tablero fue total. Al fin y al cabo, tampoco tenía muchas otras distracciones. Tras vivir en California y Arizona, su madre y él se habían trasladado a Nueva York y no se le conocían amigos. Además, odiaba el colegio.
De este modo, y tras una aprendizaje autodidacta, a los 13 años se proclamó campeón junior de Estados Unidos. Un año después ganó el Campeonato de Nacional y al siguiente revalidó ese título y, con apenas quince años, se convirtió en el maestro internacional más joven de la historia.
El mito de Fischer, pese a todo, se fundó y cobró dimensión mundial en 1972 cuando, tras derrotar al gran Tigar Petrosian, el ajedrecista de Chicago se plantó en la final del campeonato del mundo a disputarse en Reikiavik. Eran los años de la Guerra Fría. En medio de ese pulso planetario, cualquier choque deportivo entre las dos potencias adquiría una importancia inusitada. En el caso del ajedrez, para los soviéticos la trascendencia alcanzaba la médula del orgullo patriótico.
El gran duelo
Y entonces llegó Bobby Fischer, brillante y excéntrico, un maniático genial e impredecible al que los intereses políticos en juego le traían al pairo. El duelo por el título, estipulado a 24 partidas, fue un acontecimiento mundial. Islandia -de ahí su gratitud- ocupó el centro de la atención mundial durante dos meses
Tras protagonizar varias polémicas y desplantes -prohibió la presencia de cámaras de televisión y exigió el cambio de las sillas alegando que estaban manipuladas por los rusos-, Fischer acabó por jugar. Perdió las dos primeras partidas. A partir de la tercera, sin embargo, desplegó todo su talento. Hasta Spassky se rindió y fue el primero en admirarle. El 1 de septiembre de 1972, se proclamaba campeón del mundo. Había llegado a los más alto. A los 29 años era una leyenda. Y desde esa cima, desde el cielo, comenzó a derrumbarse. De repente, desapareció de la circulación. Pasaron los meses, los años, y se negó a defender el título, que quedó vacante hasta que en 1975 pasó a manos de Anatoly Karpov.
Reapareció en 1992 en Sveti Stefan, una isla de Montenegro. Fue en un duelo de revancha con Spassky, al que volvió a derrotar. Ganó tres millones de dólares y el odio eterno del Gobierno de su país, que le puso en busca y captura por incumplir el embargo con la antigua Yugoslavia. Tras esta victoria, muchos pensaron que Fischer podía volver. Pero no. Fischer no resucitó. El 13 de julio de 2004, fue detenido en el aeropuerto de Tokio. Sucio, con una mirada lunática y unas barbas blancas de profeta, cualquiera lo hubiese confundido con un vagabundo. Tras unos meses batallando contra su extradición a EEUU, el Gobierno islandés intercedió por él. El 27 de abril de 2005 le concedió asilo.
Paranoias en Reikiavik
Fischer ha pasado los tres últimos años de su vida en un pequeño apartamento cercano al paseo marítimo de la capital islandesa. Según Leontxo García, uno de los pocos periodistas que ha podido charlar con él en las dos últimas décadas, al llegar a Islandia comenzó a frecuentar las piscinas termales típicas del país, pero dejó de ir porque decía que el cloro le estropeaba la piel. Una paranoia de la suyas, por supuesto, como la que sufrió en mayo de 2005, cuando su viejo amigo Spasski le visitó y Fischer estuvo a punto de no presentarse en el restaurante en el que habían quedado. Y eso que el local estaba reservado sólo para ellos y un reducido grupo de amigos. El estadounidense acabó sentándose a la mesa, no sin antes inspeccionar el restaurante en busca de espías o sicarios de George Bush. Ahora ya descansa.