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EQUIPO. Hurt, De la Iglesia, Watlling y Wood, en Madrid. / EFE
Cultura

Muere una ancianita

Álex de la Iglesia supera el reto de adaptar el best seller de Guillermo Martínez

BORJA CRESPO
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Toca reivindicar a Álex de la Iglesia, ahora que estrena Los crímenes de Oxford, una soberbia cinta rodada en inglés que supone un claro volantazo en su carrera. La irrupción del cineasta bilbaíno en nuestra cinematografía, con espíritu de rockstar (carisma, imagen y cosas que decir, a veces molestas), trajo consigo la cinefagia, la cinefilia bien entendida, recuperó el esperpento, la comedia negra y el delirio, con el género fantástico como niña bonita. De sello único e intransferible, se atrevió a afrontar proyectos descabellados con lo puesto, abriendo una brecha que otros han seguido, con o sin acierto.

Ahora Álex se reinventa, afronta una película de encargo con todas las consecuencias y se atreve a dar un salto hacia el celuloide comercial y universal, olvidando los toques cañís, para adentrarse en una historia de misterio, en la línea de su adorado Hitchcock.

Ni sustos ni sangre

La cámara, portentosa, recoge una historia de intriga y crimen donde no hay un psicópata sembrando el terror ni se muestran asesinatos. A De la Iglesia no le interesa el show efectista, lo suyo es una partida al Cluedo que parte del asesinato de una anciana en el salón de su casa en Oxford. Su cuerpo es descubierto, prácticamente en el mismo instante, por dos hombres que se conocen, por primera vez, debido a la casualidad, en tan indigesta situación. Arthur Seldom, un profesor encarnado por John Hurt, y Martin, un estudiante americano al que da vida sin estridencias un perspicaz Elijah Wood, son la pareja que echa mano de lógica para resolver el misterio, pues la muerte de la anciana es el primero de una serie de inquietantes crímenes.

Los crímenes de Oxford no está hecha para amantes de Seven y sucedáneos. No hay sustos ni sangre. El espectador asume el papel de jugador en una partida de rol donde De la Iglesia ejerce de maestro de ceremonias, esgrimiendo secuencias de quitarse el sombrero, que incluyen un sensacional plano secuencia.

El resultado, la exploración de una obsesión, se acerca al espíritu de Zodiac, una de las mejores películas de 2007, con unos agradecidos toques de caos bien controlado, a base de divertidos flashbacks que restan sobriedad al conjunto y demuestran que el director de El día de la bestia es capaz de todo, de rodar con vigor dejando constancia de su sapiencia tras las cámaras, sin olvidar su sentido del humor.