¿Se sabe que pasó con el 'Año de la Ciencia'? (y II)
Ayer conseguimos acotar algunas cuestiones previas en torno a la indiferencia generalizada en la que ha terminado varando el Año de la Ciencia. Terminábamos mostrando nuestra extrañeza por el escaso eco, por no decir nulo, que ha tenido lo que se anunciaba como un atractivo y necesario programa colectivo, y nos preguntábamos por las posibles causas de esos pobres resultados que la capciosa pregunta que encabeza estas líneas pretende remarcar. Asimismo, adelantábamos algunos conatos de respuestas: el conocimiento tecno-científico permanece prisionero de un exceso de hermetismo cuyo objetivo, consciente o inconsciente, es la preservación de una forma específica de legitimación a la que no son ajenos intereses extra-científicos. Este hermetismo que preserva a la caja negra de la ciencia de las miradas indiscretas ha conformado una muy parcial y restringida -y por tanto equívoca-, percepción que la sociedad tiene de la ciencia, incluyendo a una parte importante de la propia comunidad científica y grupos de expertos. De ella, la sociedad percibe sólo su faceta más visible, contundente y arrolladora: sus realizaciones.
Actualizado:Finalmente, insinuábamos que este estado de cosas no es imputable a un supuesto e intrínseco desinterés social por la ciencia y la técnica, o a una situación espontáneamente establecida, sino que se debe en gran medida a un administrado interés por parte de ciertas instituciones en no desvelar del todo los aspectos más fundamentales y ocultos de la tecnociencia. Ello redunda en que la Ciencia es percibida por la sociedad desde una concepción cuasi religiosa, mística, en la medida en que sus derivaciones -sociales, económicas, políticas, ecológicas , etc.- se consideran reservadas a los administradores de esos conocimientos: profesionales, expertos, gestores, inversores , integrados fundamentalmente en tres instituciones administradoras de hecho del conocimiento tecno-científico. Veamos hoy, finalmente, cómo se concreta ese hermetismo.
El conocimiento científico no es lo que parece. Y lo grave es que existe una manifiesta voluntad por mantener tal malentendido. De la ciencia se pretende mantener la idea, metidos ya en pleno siglo XXI, de que es el modelo del conocimiento por excelencia, canónico y per se; un modelo epistémico de características perfectas, acabado y definitivo, autosuficiente y paradigmático. Un conocimiento, además, independiente y neutral respecto de instancias e intereses sociales, económicos, etc. Un conocimiento (y una praxis) que supuestamente sólo genera beneficios a la sociedad, y apenas números rojos. Un conocimiento, por otra parte, supuestamente legitimado para excluir de entrada, a priori, cualquier pretensión que otros tipos de conocimiento pudieran abrigar en orden a competir en términos de igualdad epistémica con el conocimiento científico.
Sin embargo, estas consideraciones acerca de la naturaleza del conocimiento tecnocientífico son, por lo menos, cuestionables. Y, efectivamente, han sido profusa y sistemáticamente cuestionadas, fundamentalmente a lo largo del pasado siglo, y siguen siéndolo hoy, desde al menos tres perspectivas:
a) En relación a sus propios fundamentos o «estructura profunda»: demarcación, criterios de veracidad, estructura y validez de las teorías científicas, naturaleza de la explicación, pretensiones y sentidos del concepto de objetividad, alcance de las distintas lógicas, concepto de racionalidad, etc.
b) En lo que concierne a la supuesta independencia y neutralidad de la tecno-ciencia respecto de instancias e intereses sociales, económicos, ideológicos, etc. Existe una sustanciosa y cualificada crítica que denuncia el hermanamiento de la racionalidad instrumental propia de la tecnociencia con los intereses del gran capital planetario, constituyendo incluso este hermanamiento, en palabras de Sánchez de Arteaga, «un poderoso aparato de legitimación y sostenimiento de las inmensas desigualdades del mundo contemporáneo».
Y c) En cuando al saldo entre beneficios y estropicios, son esclarecedoras las palabras de Ulrich Beck (en La sociedad del riesgo), quien ha explicado bien el proceso mediante el cual la ciencia ha convertido incluso sus propios errores en motivos para su mayor legitimación: a la ciencia le « resulta posible atribuir los problemas suscitados, las deficiencias técnicas y los riesgos de la cientificación, a las insuficiencias del grado de desarrollo del sistema de apoyo científico, de modo que incluso puede convertirse en un nuevo impulso de desarrollo técnico consolidando así el monopolio de la racionalidad científica. Esa transformación de errores y riesgos en oportunidades de expansión y perspectivas de desarrollo de la ciencia y de la técnica ( ) inmunizó el desarrollo científico frente a las críticas ( ), convirtiéndolo, por así decirlo, en ultraestable».
En definitiva, y para terminar, dando por sentada la importancia crucial que la tecno-ciencia tiene para la conformación de nuestros modos de vida, y lejos de una descalificación indiscriminada de la misma, parece más necesaria que nunca una definitiva apertura de la caja negra de la ciencia y la exposición de sus tripas a la vista de la sociedad. Ante la arrolladora facticidad de la tecnociencia, y ante la imposibilidad (programada, como hemos visto) de un conocimiento profundo de la misma, el ciudadano extasiado de este inicio de siglo adora la fenomenología tecnocientífica, le concede poderes taumatúrgicos, se relaciona con ella mediante la fe del carbonero, extendiéndole un cheque en blanco y anegándose místicamente en el mar de sus productos.
Posiblemente, el Año de la Ciencia haya pasado desapercibido ante la muda respuesta de la sociedad porque, en palabras de Ortega, «el saber místico es intransferible y, por esencia, silencioso» ¿No era previsible, por tanto, la ausencia absoluta de debate acerca del conocimiento científico y técnico?